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30 abril 2013
La poesía de Manuel Juliá se viste de largo con este explícito sueño de la muerte. Ese es el asunto o invención que la pauta del versículo prestigia en una amarga mixtura de recuerdos, rememoraciones, estampas y reflexiones de lo vivo adentrado, justo cuando empiezan a ser melancolía. Juliá ha escrito su mejor libro (el pudor y el artificio crítico me evita decir que además es bueno), con la mochila de algunos poemarios previos, de aprendizaje y oficio. Cesare Pavese fue quien nos habló del oficio con otro sentido, el del hombre entregado al canto de una mirada imantada; o si lo prefieren, a una pulsión insorteable y casi coercitiva. En efecto la dictadura del sentimiento y lo recordado generan una hipnosis obsesiva, doliente, hiperestésica que se le imponen o sobrepasan, como se dice ahora. Juliá, sin cargar la mano se nos muestra como un sentimental y un metafísico rural al alimón, a la manera de Claudio Rodríguez. Cercano al hueso y trascendiéndolo. También nos demuestra como la poesía no es siempre cosa de la juventud, pese a tópicos, precisamente porque ha madurado tras las máximas de Rilke a Franz Xaver Kappus que propiciaban esa atención a uno mismo como raíz del canto sin impostura. Pero nadie nos crea adorando el becerro de oro de un lenguaje sentimental desde el planto, ya Juan Ramón Jiménez hizo el elogio de la precisión y del recuerdo exacto como venero y fuente que asume el poeta y potencia con lenguaje desnudo. Esa precisión velada con sabiduría y oficio es precisamente la castalia madura hecha elegía y unidad de Juliá. Ya lo habíamos adelantado
El sueño de la muerte se ha construido espaciosamente. Tres secciones o tres heridas, como las de Miguel Hernández del célebre poema lo levantan. Insomnio, soledad y ausencia se constituyen como las tres gracias de la pirindola que baila el dios Tiempo. Y sobre sus espaldas el olor nauseabundo de los hospitales, los armarios llenos de insomnios, los muñecos, las fábricas abandonadas, los bares, los mineros de Puertollano. Una geografía manchega universal de la mano de la desazón verdadera. Así los autobuses sonámbulos o perdidos, las huertas, los amores, las soledades… se alían en un paisaje interior y una geografía que cantan su resistencia contra la muerte. Ocurre que el poeta se empieza a sentir huésped de su propia vida desde este balcón desde el que la repasa y mira. No es posible pormenorizarla más, porque de la mesa poética hay que levantarse con hambre y Juliá así se propone al lector con un libro de madurez señera. El buen ojo de Jesús Munárriz y la prestigiosa editorial Hiperión han sabido verlo y entregárnoslo como tantas otras veces.
(Rafael Morales Barba es poeta, crítico y profesor de literatura de la Universidad Autónoma de Madrid)
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Escritor y periodista
Colaborador Mediaset: proyectos España mira a La Meca, Quijotes del siglo XXI y tertuliano en Cuatro al día y La Mirada Crítica de Telecinco
Colaborador en Telemadrid: tertuliano en 120 minutos
Columnista del diario Marca
Columnista grupo de diarios Promecal (Castilla-La Mancha, Castilla y León y La Rioja)
Colaborador en TVE1: tertuliano en Mañaneros 360
Director de Fenavin, Fería Nacional del Vino.