30/10/2016

LA MANCHA GRIS

El tren estaba casi vacío. Se sentó al lado de la ventanilla y comenzó a mirar el paisaje. El AVE cruzaba las viñas desnudas y al verlas recordó años lejanos de vendimia. De sol a sol en un septiembre caluroso ganó el dinero suficiente para pagar varios meses de pensión. Gracias a aquello pudo comenzar los estudios y ahora lo recordaba viendo las cepas retorcidas añorando su fruto. Todavía quedaban algunas hojas verdes que las manos de los vendimiadores apenas habían rozado. Cruzaba por una zona de viñas en vaso. Le satisfacía que no se hubieran convertido todas en espalderas y sentía alegría por ver las cepas retorcidas sobre la tierra gris, las hojas verdes, ya amarilleando, extendiéndose sobre las piedras blancas que emergían como frutos de la luz sobre la caliza.

Hacía mucho calor aunque noviembre había comenzado. El maldito cambio climático está rompiendo las estaciones, pensó. A lo lejos había algunas colinas que parecían un embarazo de la llanura. La luz del mediodía las volvía transparentes. Estaban llenas de espejos que soltaban luces blancas recorriendo el viento. Pensó que quizá fue aquel sol, y no los libros, quien volvió loco a Alonso Quijano. Por eso mientras viajaba con Sancho convirtió las aspas de los molinos en brazos o las manadas de ovejas en ejércitos prestos para la batalla.

Hacía calor también dentro del AVE. El cielo azulísimo era tan bello que parecía atraer hacia su inmenso confín a los pájaros. La tierra, seca después de un verano interminable, era de un gris oscuro que perdía su monotonía por algunas yerbas que lluvias pasadas habían hecho renacer. Pero vencía la tierra áspera y gris en toda la lejanía. Mientras la miraba sentía que sus ojos iban avanzando hasta un horizonte que también espejeaba a lo lejos. Solo había unos cuantos árboles que habrían resistido a alguna deforestación pasada. La sensación que daba la tierra seca y gris era de pobreza. Solo la frondosa abundancia de las viñas daba vida. Y también un hombre parado al sol en mangas de camisa que veía pasar el tren mientras acompañaba a sus ovejas. Le habría gustado hacerle un saludo pero desistió. El tren iba tan rápido que el hombre desapreció en unos segundos.

Cruzó algunos riachuelos secos que mantenían la leve hondonada de su cauce. También estaciones derribadas abundando en esa estampa de grisura, sequedad y pobreza. El tren pasó un pequeño valle y cuando salió al aire claro de noviembre el paisaje volvió a llenarse de viñas. El alma y el futuro de esta tierra son sus viñas, pensó. Después el AVE llegó a Madrid y una honda paz desapareció de su cuerpo. Manchas de vida desordenada alborotaban el paisaje. Pero recordó la calma eterna de las viñas. Y volvió a sentir la paz. Y volvió a sentir el latido sereno de la belleza de su tierra.


Impreso desde www.manueljulia.com el día 01/04/2023 a las 15:04h.