29/03/2014
El Madrid tiene una percepción pendular de su vida. Las euforias son inmensas y los fracasos parecen el fin del mundo. Hace poco Ancelotti era Dios, y bajo el aura de los goles al Shalke, algunos profetas ya descontaban los tres títulos esta temporada. Entonces escribí que con solo un partido que se perdiera cambiarían las tornas, y se hablaría del más grande fracaso jamás imaginado. Se han perdido dos, y seguidos, así que esa enzima que agranda las cosas en el Madrid está funcionando a toda máquina.
El caso es que todo sucede en un exceso incansable. Pero eso no debe evitar que el equipo rasque en su piel para ver qué ocurre. Por qué goles que antes entraban ahora no, y por qué la fiabilidad defensiva parece diluida. Contra el Barça, el umbral de estas penas, sucedieron, sobre todo, dos cosas importantes. La primera que el Madrid cometió fallos defensivos. La segunda que se dejó desquiciar por el árbitro. Y por supuesto que ambas cosas eran dignas de generar una queja pública sincera.
Se hizo contra al árbitro con una solemnidad férrea. Pero no se hizo contra los fallos defensivos. Si no se hubiera dejado ese enorme vacío al lado de Carvajal, Iniesta no habría marcado tan fácil. Si Benzema, a pesar de sus dos goles, hubiera marcado el tercero otro cantar sería el de ahora, pues hubo un momento en el que los culés temieron la goleada. Estoy seguro de que a Ancelotti le habría gustado la misma rabia contra los errores propios que contra los errores del árbitro. Además criticar a los árbitros es menos inteligente que halagarlos.
Solo son dos partidos, y queda un mundo para poder soñar. Pero el Madrid debe pensar en la parte de culpa que tiene en este momento. Mirar con autocrítica su complacencia. Olvidarse de confabulaciones y volver a ser un equipo al que es dificilísimo crear ocasiones. Si se agarra atrás, delante será difícil que cualquiera de los genios que tiene no se marque un lujo.
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