12/03/2013
Afuera nevaba pero el calor se expandía desde el plasma. El gol de Villa rompió los cristales. Cuando gritó dirigiéndose al córner la gente señaló con los brazos el techo, y gritó con él. Un montón de rostros vivían el juego maravilloso del Barça. Quizá para angustia de los independentistas, que quieren convertirlo en patrimonio exclusivo. El Barça armó su juego otra vez.
Hacía falta ese puñetazo en la mesa, porque en fútbol la fe es muy cara. Hasta se dudaba de Messi. Pero las dudas murieron mientras el aire exterior se pegaba a las ventanas como una huella de hielo. Y desde el primer segundo, todos en el bar sabían que pasaría algo grande. Por ejemplo el regreso de quien jamás se había ido. Porque ocurre que Messi también es humano, y no puede ser perfecto. Sería insoportable.
Pero cuando la esencia es tan grande los merodeos lejanos duran poco. Cinco minutos, un quiebro, un zurdazo, el balón que hace una parábola, y en un instante zas está en las redes. Abbiati lo golpeo otra vez hacia dentro con rabia. Apenas pudo observar su viaje desde la bota hacia la portería. La gente del bar le dio puñetazos al aire. Gritó feliz porque sentía que se iniciaba una nueva epopeya.
Messi regresaba a su estado natural. Claro que Villa atraía a los centrales, pero lo que había cambiado del todo era su ánimo. Si lo has hecho tantas veces porque no vas a hacerlo una vez más, decía Ernest Hemingway ante el papel en blanco que oprime. Y en el estadio luminoso Messi sabía que podría volverá escribir el poema inmenso de su juego.
Todo el equipo funcionó pareciéndose a sí mismo. Pero el que rompió la frontera de la angustia, o el cerrojo con denominación de origen italiana, fue Messi. Emergió su talento, otra vez, por encima de todo. Decidió otra vez el camino que regresaba al pasado. Envuelto por los uniformes del Milán fue el juez más definitivo del partido, como siempre.
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