02/09/1998

El ogro septembrino

No sé el suyo pero el mío es una ardilla meliflua con ojos japoneses y se pasa el día olisqueando como si estuviera cercano a desentrañar el cuerpo del delito. Después de quince días insufribles en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, hasta el próximo verano, esa cosa vestida de verdugo implacable me espera en el umbral de la realidad. Aunque a veces no sabe uno que es peor si la realidad o los sueños. Porque el descanso ha sido un mazorral de penalidades. El pestuzo caníbal del buffet de la esquina, el run run chirríoso del ventilador del aire acondicionado del vecino de apartamento, la grasosa espuerta privada de arena que me escondía en la playa, el sonido metálico del chiringuito, la brisa envolvente con sus fragancias pollunas, invadida por los gruñidos cerveceros de los cerdíferos ingleses. ¡Vaya verano!

Leía las semblanzas marbellíes de don Raúl del Pozo y de doña Carmen Rigalt, brunos por el fino cocotero de Marbella, y al ver los paseos circundantes llenos de masas madrileñas aceitadas que sufrían estoicas la eruptomanía británica, pensaba que quizá fuera mejor haberse quedado uno en su casita a sufrir los cuarenta y dos grados viendo filmes del oeste, en La Uno, lo más interesante que últimamente nos ofrece el estío. Así al menos, con el olor a hogar saliéndoseme por los ojos, habría llegado fresco a enfrentarme con el ogro, ese que aguarda relamiéndose por el reencuentro con sus juguetes predilectos para las prácticas de sadismo, que somos nosotros.

Muerto de verano llega uno a su enemigo. Y además éste piensa que apareces rejuvenecido, relajado, y por lo tanto aprieta el potro de tortura matinal sin delicadeza, intentando borrar en unos segundos las presuntas inercias de la presunta felicidad veraniega.
Hablan los psicólogos de la angustia septembrina. Y es esta angustia tan cierta como los clavos del Cristo. El primer día del reingreso a la vida, al despertar, uno se siente cosido al lecho como si fuese Gregor Samsa, aquel monstruoso insecto que Kafka creara. Ya levantado, después de un esfuerzo titánico, se tornan las tareas habituales en trabajos de Sísifo: levantarse, lavarse, vestirse, dar ese paso hacia afuera lejos de las horas pensativas, frente a otro mar de melaza encenagada.

Y es que allí está el ogro particular, un ejército de ogros otoñales, el jefe, el tráfico, la luz pálida de los neones, el sudor impagable, el tráfago de las ilusiones apagadas que se difuminan en la primera conversación de la madrugada.

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