11/12/2011
Leo un libro maravilloso de Mauricio Wiesenthal lleno de pequeños ensayos que se introducen por casi todos los armarios de la cultura. Se llama “Libro de réquiems” y mientras viajo por él sueño con las ciudades que visita, Viena, París, Venecia…, y con los escritores que dialoga, Rilke, Goethe, Shakespeare, D’Ors, Lord Byron, y sobre todo, con los grandes músicos que aparecen en sus páginas. Beethoven, Wagner, Mozart, Lizt, aquellos que tuvieron la suerte de conocer más cerca que nadie el idioma de Dios, porque sólo con la belleza de la buena música podría el Dios soñado acercarse a nuestros oídos. Así se lo dijo Beethoven a su amada Bettina Brentano: “Desprecio a este mundo porque no se da cuenta de que la música es una revelación más alta que toda la sabiduría y la filosofía”. La mejor manera de entender este mensaje es escuchar su “Sexta sinfonía”. En ella canta los apacibles sentimientos que despierta la contemplación de los campos, y en el rondo final, la alegría se convierte en un misterioso estribillo que parece repetir la más amarga de sus sentencias: “Prefiero un árbol a un hombre”.
Aquel irascible genio, cuya sordera, como dijo Wagner, tuvo el efecto beneficioso de obligarle a concentrarse en sus obras, era un volcán, un ser profundamente desdichado. Se llamaba a sí mismo “discípulo del dolor” no sólo porque su cuerpo fuera pasto de enfermedades, sino porque su ansia de llegar hasta los más profundos misterios de la creación le desesperaba. Siempre sentía, aun con la obra finalizada, que no había entregado todo su esfuerzo. Es increíble que alguien que compuso la más grande obra artística de todos los tiempos (junto las de Shakespeare y Cervantes), la “Novena sinfonía”, sintiera que no estaba exprimiendo a fondo el arte que la vida esconde, ese mensaje que sólo los que el dedo divino roza pueden descifrar. Tanto se exprimió que la famosa “Oda a la alegría” fue un soniquete que le persiguió durante toda su vida, desde la infancia.
El genio era extraño, como todos los genios. Gesticulaba por las calles peleándose con las sintonías que emergían de su alma. Y los niños se reían de él, imitaban sus gestos pintorescos. Pero aunque no hubiera estado sordo, habría seguido ajeno al mundo, arañándose las entrañas para dar luego la belleza más inimaginable. Pero además de su música nos dejó una de las más bellas historias de amor. Escribía cartas a una desconocida a la que llamaba “Amada inmortal”. No se sabe quién fue. La historia es de una ternura infinita, y aunque estuvo con muchas mujeres, ésta desconocida habitó desde siempre en su corazón. Y seguro estoy de que muchas de sus bellísimas obras están dedicadas a ella. Y así ambos, su amor y su música, ya son inmortales.
Impreso desde www.manueljulia.com el día 01/04/2023 a las 15:04h.