25/08/2011
Leguina dijo una frase en aquellos tiempos de efusión socialdemócrata y de consolidación del destino de una sociedad que venía de una dictadura. Dijo algo así como que hay que hacer lo que se debe aunque se deba lo que se haga. Es decir, expresó un concepto de macroeconomía basado en contemplar el déficit público como instrumento de desarrollo. Si no se hace lo que se debe, debiéndolo, no se hará nunca, porque sería imposible obtener los recursos necesarios a través del ahorro. Sobre todo entonces, con alta inflación, y en consecuencia, con tensiones hacia la depreciación de la moneda. Habría sido imposible realizar las imponentes infraestructuras de este país sólo con recursos provenientes del ahorro presupuestario.
Había por tanto que endeudarse, aceptar un déficit, y conseguir luego un crecimiento económico y del consumo para aumentar los ingresos públicos, y así ir volatilizando ese endeudamiento. El Estado fue la famosa locomotora de la economía, y dos procesos hacían que el déficit o endeudamiento fuesen menos dramáticos que ahora. En primer lugar, favorecer un crecimiento económico, imposible sin ese aporte de recursos públicos, que generaba unos crecimientos presupuestarios que terminaban casi volatilizando la deuda. Y en segundo lugar, una conveniente depreciación de la moneda cuando apareciera una crisis, para compensar la bajada del consumo con las exportaciones y descender en términos reales el valor de la deuda viva bruta, gracias, sobre todo, al inevitable crecimiento de la inflación. Es puro keynesianismo, la base el Estado del Bienestar que, curiosamente, surgió con la derecha alemana en tiempos de Birsmark y se desarrolló sobre todo en la Gran Bretaña del periodo de entre guerras con Beveridge.
Hasta ahora el sistema funcionaba. También, justo es decirlo, porque el elemento político (de centro derecha o centro izquierda) tenía claro que eran las ideas quienes forjaban el destino de los países, y a esas ideas, y a esos destinos, habrían de someterse los mercados. Las reglas del juego era una cuestión política y democrática, no monetaria.
Pero ahora la globalización lo ha cambiado todo. Las depreciaciones particulares ya no son posibles, y los poderes económicos, al ser más amplio su campo, han impuesto las reglas, entre las cuales lo más importante es que esa deuda no se deprecie y se devuelva. También es verdad que el poder político ha perdido gran parte de su valor de guía. Y que se ha maltratado un sistema que funcionaba. Sobre todo con la falta de eficacia. Cada obra sobredimensionada que se estaba haciendo preparó el terreno a lo que ahora ha pasado. La victoria total del mercado sobre el Estado. La sociedad sin alma, esa que dijo el poeta Rilke vendría en el futuro.
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