18/02/2007
En un limpio atardecer de este tiempo lluvioso, uno puede salir al campo y observar la impresionante belleza de la vida. Nuestra tierra, que en los meses más hondos del invierno se vuelve áspera y oscura, en cuanto recibe cuatro gotas comienza a espejear por las montañas, se pone verde como una selva, y si uno observa el sol rojo del atardecer puede sentir plácidamente que quizá todo se hizo para que unos ojos humanos pudieran contemplarlo. Allí está, enfrente, un horizonte que jamás podrá igualar ningún pintor, una llanura verde a la que jamás podría hacer justicia la pluma más aguda del universo, una arboleda mojada y tintineante por el viento suave que jamás ninguna fotografía podrá recoger en todos sus detalles más íntimos. El cielo muestra por el horizonte cuatro nubes perdidas que parecen formas gigantescas frente a los rayos del sol. Si uno se queda quieto mirándolas, podrá observar formas imprevistas: el perfil de un hombre gordo con papada, los senos puntiagudos de una mujer tendida, riscos dorados de una cordillera de algodón que descansa en el cielo. En un limpio atardecer del invierno, en un momento de descanso de la lluvia, uno puede salir al campo y entretenerse sólo en mirar la ladera de una montaña cercana que tiene los matojos limpios, y las piedras brillantes, y los árboles a punto de perder su luto misterioso para mostrarse en la primaveras como seres que despiertan. Uno puede mirar un paisaje de invierno soleado y encontrar de pronto todas las respuestas perdidas, como si todo consistiera en estar plácidamente mirando un paisaje, observando todas las vidas que van sucediéndose en un orden inflexible y fugaz: los insectos, los pájaros, las plantas… En un atardecer de este invierno bello, uno puede sentir, mientras observa la caída del sol, que quizá hay un libro escrito en el que todo comienza y acaba una y otra vez, y existe sin más sentido que existir, y está ahí para que nuestros ojos puedan comprenderlo, admirarlo, sentirlo, tocarlo quizá, con los ojos del alma.
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