13/03/2005
Si hubo algún día peor que el 11 de marzo fue el 12 de marzo. Aquel día no cesó de llover. El cielo parecía comprender el sufrimiento y daba la sensación de que soltaba lágrimas por agua. El 11 fue cuando la explosión. Tanto ruido ensordeció el sufrimiento y las entrañas. Pero no fue hasta el día siguiente cuando la herida comenzó a enfriarse y a dar más dolor todavía. Ese día me pilló en Madrid. Vi la manifestación silenciosa. Sólo algunos gritos que pedían justicia e información saltaban como oscura dinamita por el silencio. Pero éste era tan hondo que hasta ahogaba la dinamita. Y en esos momentos se oía el rasgar de los zapatos por los adoquines mojados. Y había, también, mucha ira contenida en los rostros anónimos. Miraba la cara de la gente y veía que todos sentíamos lo mismo, una angustia extraña ante lo inconcebible y un deseo profundo de justicia. Percibí también que allí había gentes que habían desatado las cadenas de sus ojos y llenaban sus rostros con más lágrimas que agua. Jamás vi a tantos con dolor. Jamás una ciudad tan oscura, un cielo tan encapotado de penumbras.
Hacia las cuatro de la tarde la ciudad comenzó a deshabitarse. Todo el mundo viajaba hasta Atocha. La calle de Alcalá semejaba el amanecer de un día de invierno. Estaba todo tan callado que se oía el cambio de tercio de los semáforos. Las luces rojas se reflejaban en las aceras mojadas y tenían el color más vivo que nunca. La puerta de Alcalá parecía el umbral de una noche misteriosa. Y cuando se llegaba a las cercanías de Atocha los paraguas sudaban tristeza. A nuestro lado iban dos ancianos cogidos de la mano. Nos dijeron que habían visto muchas desgracias en su vida pero que jamás habrían podido imaginar una de estas dimensiones. Nosotros asentíamos y no podíamos imaginar que existieran seres humanos capaces de generar tanto dolor en tanta gente. Ni aún teniendo el corazón de piedra, impío y enfermo, nos decíamos, es imaginable generar tanta tristeza. Y nos callábamos y nos perdíamos en el silencio como pájaros de la lluvia. Y luego comencé a pensar en el sufrimiento que los malditos extremistas, de uno y otro signo, han entregado siempre a este mundo.
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