18/08/1994
En este tiempo, marchito el espíritu, esa parte de difícil definición que Sócrates oponía a los apetitos desenfrenados, desmanes y demás incontinencias del cuerpo, parece que las flores, símbolo del amor allá en los sesenta, vuelven a renacer su savia por las venas que el tiempo había secado. Puede ser por la falta de objetivos brillantes que muestra esta época de mayor concentración de la riqueza como efecto perverso, contrario, a esa globalización económica que nos habían vendido como el no va más de la felicidad. En todo caso, si así fuera, sería una objetivación de la inanición espiritual que nos oprime, un reconocimiento del desaire al alma que se ha instalado en esta tribu post-industrial que nadie acierta claramente a definir.
Pero sospecho que ese repentino emerger de Woodstock, los hippies, el “Soy rebelde” de Jeannette y hasta mayo del 68, no se debe a una debilidad de esa parte noble y sensible que aún queda en este corazón que laboriosamente hemos ido poco a poco endureciendo. Más bien parece una audaz idea de las casas discográficas, y es de fácil constatación al ver un horripilante concierto, modelo de pachanga cavernaria y cutrería, que dan las versiones celtibéricas de los ídolos musicales de los sesenta.
Nada menos que Karina, Tony Ronald, Miky o la citada Jeannette pretenden inundarnos del idealismo perdido de aquella época en la que se creía posible cambiar el mundo. Pues bien, aunque cuarentones de la nostalgia, barrigudos, semicalvos, burguesillos y dudosos en si comprar o no esa última marca de colonia que parece atraer mujeres hermosas como moscas, nos queda todavía un pelín de cordura antisistema. Y si aquello debe renacer que sea por la inercia de su propio mensaje, sin que tenga ningún genio del marketing que descubrir la viabilidad comercial de tantas ideas imposibles.
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