19/06/2022

VIEJO RÍO DE CRISTAL

La noche suavizó su calor con el primer viento de amanecida, y cuando ya debíamos levantarnos, ducharnos, vestirnos, desayunar, meternos en el coche, fue cuando el sueño profundo nos encadenaba a su olvido. Con los ojos pegajosos y el cuerpo lacio nos preparamos para salir en el automóvil, un destartalado Gordini conocido entonces como el coche de la viuda por su poca fiabilidad en las curvas. En algún momento sentí ese inevitable frío del amanecer que nos dice que hemos cruzado la frontera de los sueños y estamos en la frontera de la vida.

En el viaje el viento fresco terminó de despertarnos. La radio nos hablaba de un tiempo en el que se esperaba todo del futuro, porque apenas había que esperar algo del pasado. Cruzamos la llanura seca y amarilla que nos llevaba al valle. Nos dirigíamos al norte, y enseguida, la presencia de álamos, lejanos y solitarios, nos avisaba de que pronto nos introduciríamos en la umbría del valle, donde un bosque de alcornoques era el recibimiento orquestal a los viajeros que buscaban el río, el gran dios de aquellos parajes, el señor de la vida, el duque de las sombras.

Bajo los alcornoques la sequedad aún mostraba sus estrías grises, su aspaviento de memoria muerta. Pero cuando el viento era más fresco, y olía a vapor de sauce, y el fresno de la vaguada mostraba su cumbre, comenzábamos a oír el golpe en las piedras del agua del río. Los troncos de los árboles, bien alimentados, eran más gruesos y bellos y todo el paraje estaba lleno de sombra, rodeando una parte del río pulimentadas piedras que creaban un solárium.

Llegamos a la ribera verde y extendimos la manta al lado del río, bajo un sauce. Después los alimentos y enseres, mesa y sillas plegables, tortilla de patatas, ensalada, croquetas y empanadillas. En un hondo charco de agua que había creado el carrizal metimos las bebidas para mantener su frescura. Nos fuimos los chavales enseguida a las aguas, mientras los padres preparaban la comida o leían el periódico a la sombra. Chapoteábamos, jugábamos, nos tirábamos, desordenábamos nenúfares y algas. Estábamos viviendo el sueño de la semana, respirando ese viento limpio y fresco del río grabado en nuestra memoria como ejemplo de la belleza de la vida.

Al atardecer del domingo el regreso se nos clavaba en el corazón como un castigo injusto. Lo que por la mañana habían sido sonrisas y aspavientos, en el crepúsculo silencio y pesadumbre. A esperar otra semana más para volver al río. Ahora, cincuenta años después, he vuelto. Solo queda un pedregal lleno de matojos heridos y algas disecadas. Los sauces murieron y del resto de árboles sobrevive un álamo blanco que se resiste a morir. Es un indicio de vida, un silencio que clama, una protesta profunda del valle contra la impunidad de los que destrozaron su vida, y de los que, pudiendo evitarlo desde el poder, no lo hicieron.

Impreso desde www.manueljulia.com el día 24/09/2023 a las 06:09h.