12/10/2000
En mi época, para los asuntos temporales, ponían a Mariano Medina, que era un genio en oler las lluvias y las venteras indomables. Por ilustar la ignorancia de los jóvenes, que no han tenido la suerte de conocer tamaña sabiduría meteorológica, decirles que era un tipo de aspecto lánguido, algo oroncho, con voz amarga y que no sonreía así que predijera la llovizna en la sequía o la sequía en el epicentro de las inundaciones.
Tenía el hombre los ojos tristes, la faz oronda, la frente ancha y la nariz esquemática. Aparecía en negro sobre blanco delante de un rudimentario mapa de iberia con nubes y soles de comic, que realzaba su presencia tétrica. Así, más que un hombre del tiempo, que decíamos entonces, parecía el mismo dios Eolo que asesoraba en sus asuntos a los pobres mortales.
Al asomar don Mariano se detenía la escenografía familiar, el chup, chup de los cantos de aceite y el guirigay de la mocosa niñada; hasta la abuela, con su moño negro reluciente, dejaba en paz la calceta y el ganchillo y toda la familia, ensamblada y crédula, nos disponíamos a escuchar los vaticinios de Mariano ante la certeza de un altísimo porcentaje de aciertos.
En aquellos tiempos oscuros sólo las observaciones climáticas de Medina no se podían considerar propaganda del Régimen. Era tanta su credibilidad, que hasta en el yerro, parecía que habían sido los elementos atmosféricos quienes se habían equivocado.
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