09/12/2017
Mientras cuatro gatos sufríamos el estallido de los altavoces de los tráiler (el proyeccionista de la sala en la que estaba debía estar sordo) que preludiaban la excelente película La librería, de Isabel Coixet, multitudes de jóvenes o adolescentes sonreían en las butacas de otra sala para ver Perfectos desconocidos, el último exceso de Álex de la Iglesia. No he visto el filme. No pienso verlo. Había decidido no volver a ver ninguna otra obra suya después de sufrir El bar, Mi gran noche o Las brujas de Zugarramundi, verdaderos pestiños llenos de un presunto esperpento. De la Iglesia, como Santiago Segura, pretende continuar la tradición escatológica, esperpéntica o tumultuaria de nuestro país, reflejada en la literatura entre otros por Cervantes (genial la aventura de los Batanes o lo que Nabokov llamaba el camarote de los hermanos Marx cuando en la primera parte comienzan a aparecer personajes en la venta de Juan Palomeque), Quevedo, por supuesto Valle Inclán y cómo no, Berlanga en el cine, maestro más proclamado que real de estos directores que pretenden una sátira inteligente que al final solo se queda en exageración banal.
Del cine de Santiago Segura solo se salva, y así lo decía el mismo Berlanga, el principio de su primer Torrente con un Tony Leblanc que desentierra la verdadera escatología de nuestra tradición. De Álex de la Iglesia Perdita Durango, filme maldito donde la magia, el enigma, el humor negro y la sombra de la muerte rezuman credibilidad, sobre todo por la gran interpretación de Javier Bardem. El resto de su filmografía es un exceso de sadismo y banalización. De la Iglesia representa el imperio de la banalidad en un esfuerzo por la modernidad que al final solo queda en algo pasado de revoluciones. En esta última hay una bruma de llamadas, SMS, Whatsapps, Instagram o Facebook, algo que presumo en sus manos como un espectáculo de fuegos artificiales que al final se queda en nada.
Una pena que esa sala se llenara y que la de Coixet, con una película que mira a lo esencial de la cultura y el alma humana, estuviera vacía. Esa paridad, o ese desequilibrio, es un ejemplo de lo que es nuestra época. Vorágine de superficialidades, de nada, destellos que ahogan o entierran el ámbito de la meditación, el recuerdo poético o la sabiduría verdadera. Se pierde el encanto de la búsqueda de una verdad que dialoga con la belleza y la tristeza, el dolor y el gozo, la esperanza y la desesperanza, como en la hermosa película de Coixet. Comparar una con otra es como alinear un plato de jamón de pata negra con una bolsa de pipas. El triste caso es que frente al plato gozoso del arte solo estábamos unos cuantos maduros hijos de la Transición. Cuatro gatos que aullamos en la noche. Sin embargo engullendo de manera ruidosa las pipas de Álex de la Iglesia había una tropa de jóvenes que clamaba por el ruido en las sombras, y que tintineaba satisfacción en su paladar por el placer de un segundo.
Impreso desde www.manueljulia.com el día 01/04/2023 a las 15:04h.