El Diario de Facebook

15/10/2021 - 00:00 h.

MURIENDO LA PANDEMIA

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Amanecer otoñal, viernes 15

Siempre amanece, y razón es de ver la sangre del cielo como el principio de que estás vivo y tu mente sobrevivió a las terribles pesadillas del insomnio. También a ese sueño en el que por unas horas pasas de la placidez (y quizá los ronquidos) a la negra ausencia del sueño profundo, donde por unas horas habitas la nada.

Siempre amanece y mientras miro el cristal rojo deseo que también amanezca dentro de mí, que la luz se ocupe de esclarecer mis designios y mis sueños, que entre en mi pensamiento y pueda ayudarme a tomar las decisiones más justas, más hermosas, más beneficiosas, porque lo contrario es ser esclavo del dolor. Una de las primeras enseñanzas de la vida (aunque muchas veces somos tenaces en no aprender) es comprender desde bien pequeños que los errores producen dolor.

Por ello pido a la luz que me ilumine. Mi primer rezo (un rezo sintoísta, lo siento por la maraña de teologías y dogmas dificilísimos que me metieron en el coco, muchos de ellos reduciendo mi maravillosa libertad con la represión de mi naturaleza y la estructuración de mi alma), mi primer rezo, digo, es al viento, luego a los árboles, a la lejanía y al cielo.

Intento sentir en ese rezo que la materia profunda que tengo en mí es la misma que tienen ellos. Estamos hechos de lo mismo, átomos que se ordenan de manera diferente.

Veo el amanecer, el camino de la luz, ese gesto cotidiano en el que la sangre del cielo luce por la oscuridad enseñándonos el mundo.

Es como si Dios (no me refiero al Dios que patrimonializan las ceremonias y sacerdotes de tal o cual religión, como si Dios solo les hablara a ellos, nadie sabe por qué, salvo quizá su soberbia) nos dijera, mirad, todo es más sencillo de lo que creéis, y me podéis conocer por mis huellas, así como hacéis en el bosque, buscáis a los animales por sus huellas. Pues mi huella es ese amanecer.

El Dios que habita en mi corazón dice: Mi biblia es la profunda poesía que hay en ese horizonte rojo, en ese cielo azul que está frente a vosotros, y que podéis gozar con vuestros ojos y vuestro pecho, porque su belleza puede penetrar hasta el sentido más profundo de vuestra mente.

Siempre amanece. El reloj del viento y el cielo funciona siempre a pleno rendimiento. Algún día no veremos amanecer, pero ojalá sea porque ya no existe la noche y vivimos en una luz que tiene su fuente dentro de nosotros, dentro de lo que seamos.

Pero mientras, aquí, el gozo de ver el tránsito, la paz de sentir el color sobre lo oscuro, la serenidad del silencio de la madrugada y mi propia soledad, cada día más hermosa y limpia, me ponen una gota de felicidad en esa angustia de la vida, que por una u otra causa, nos convierte en su morada.