21/04/2021 - 00:00 h.
Tarde de cielo azul pálido de abril, martes de la cuarta semana.
Después de un hermoso paseo
Sin pasear me sentiría perdido, con una opresión del aire hacia mi cuerpo.
Pero no concibo solo el paseo como un ejercicio saludable, sobre todo para el pobre corazón, o como una manera de lanzar mis ojos a lo lejos, por arriba, donde la voz del universo clama por un pensamiento soñador, que atraviese las estrellas, o a lo largo, donde me llama la belleza de Alcudia para que pronto me pierda por sus bosques de alcornoques y encinas, suba a mi amada Niefla para ver las montañas del sur, o camine hasta la venta de la Inés para comprobar si aún tiene fuerza su indomable ventero.
Lo que más me gusta del paseo es el contacto con el mundo vivo, y sentirme, a pesar de la soberbia humana, un ser más junto a las hormigas y los pájaros, incluso los árboles y los matorrales. Mientras piso la tierra pienso que somos habitantes de una misma realidad, o quizá de un mismo sueño, ¿el sueño de un dios desconocido?
Pero lo más hermoso es que ese contacto con el mundo vivo es un poderoso germen creativo, un inagotable alimento poético y espiritual, como decía Robert Walser. En el paseo me siento yo, porque mi mente elimina las toxinas del día, filtra los absurdos o reales problemas, aleja las preocupaciones y me crea como un vacío hondo por el que abro unas cortinas profundas y puedo verme mejor a mí mismo.
También el tiempo pasa de otra manera. Será por el silencio, en mi caso solo roto por el raudo paso del AVE, que parece como si aletargara los minutos. Lo medito y pienso que es porque ese intermitente nerviosismo que suele acompañarme, producto de deseos incumplidos, necesidades urgentes, inevitables choques con los demás y otras cosas, aquí disuelve su existencia porque no es necesario. Mirar el tránsito curioso del perro o el aleteo de las mariposas sí, y nada hay de nerviosismo, y sin esa tensión el tiempo se hace más dulce y aletargado.
Eso pensaba un día en medio del camino, que sobre todo pasear me parecía dulce, algo que contrasta con la aspereza que odio, la tensión, la ausencia de calma.
Otra cosa que pienso es que el paseo genera un disciplina de la esperanza, porque, como decía Walser, el verdadero paseante, ya sea en el campo o la ciudad, se mantiene en un estado de máxima alerta, siempre atento a los regalos que el camino le pueda ofrecer.
Para mí, pasear es pensar, y pensar es vivir, es agradecer al dios que nos diera esa luz en la mente, una luz que al encenderse produce el más mágico misterio de la existencia. La posibilidad de preguntarte por todo la que te envuelve, y por ti mismo.