16/08/2020 - 00:00 h.
En estos días el sol ahoga un poco su fuego. Un aire fresco lejano recorre la llanura y es muy placentero pasear en el crepúsculo o al amanecer. A mi me gusta sobre todo en el crepúsculo. Si la mayoría de los días es de un rojo denso que poco a poco se va diluyendo, ayer, quizá porque muere la canícula, fue blanco y duró una eternidad.
Iba paseando por el campo y al ver aquel cielo me senté con mi acompañante habitual, el agudo Woody, quien va conmigo husmeando orines y verduras, rastros de huellas y heridas de la tierra. Me senté en una piedra a ver cómo las nubes detenían el rojo de los rayos del sol y los humillaban con el primer esbozo de la noche. Woody me miró, dejó su investigación terrestre y me ofreció un ladrido secó y fugaz indicio de su extrañeza. Luego se vino a mi lado y se tumbó conmigo a ver la historia de aquel crepúsculo blanquecino que nos ofrecía el cielo sin pedirnos nada a cambio.
Una novelista que admiro (estoy enganchado a la que llaman narrativa sureña), Carson McCullers, dice en una de sus novelas cortas, "Franky y la boda", que el tiempo en agosto se puede dividir en cuatro partes: mañana, tarde, crepúsculo y noche. Me encanta esa división, porque lo que más me gusta del verano es el crepúsculo. La melancolía que irradia ese momento, cuando las aguas agitadas por los bañistas del mar o los ríos o las piscinas se amansan, es muy relajante. Da la sensación de que descansan después de servir a los humanos.
El crepúsculo de ayer fue tan hermoso que aún no lo he olvidado. Primero fue de un color verde azul muy extraño, luego entre dorado y amarillo, y enseguida se volvió de un blancor inusitado.
El aire era de un frescor suave. Daba mucho gusto sentirlo en la cara. Los árboles iban oscureciendo con mucha lentitud. Se diluían en las primeras sombras como si también ellos fuesen a dormir. Enseguida aparecieron por el cielo los gorriones. Revolotearon sobre los tejados de la ciudad, querían gozar el último momento del día imponiendo su belleza tumultuosa.
Los álamos que bordeaban el camino se volvieron sombras nerviosas y las cigarras comenzaron su canto devorando el silencio con su sonido de dientes de sierra. Los ruidos lejanos de la ciudad sonaban como borrosos, y se demoraban: voces de niños, el chirrido de una máquina de cortar césped en algún jardín, el riego de una huerta, el susurro de unos amantes.
La tarde huyó de mis ojos y la sombra fue llegando a mi pecho. Sentí la paz del viento como un anuncio del universo. Sentí el aliento del cielo en mi rostro, y fui feliz en mi soledad tan bien acompañada. Regresé a casa con Woody y no dijimos nada a nadie de lo maravillosa que es a veces la vida.