08/10/2016
En mi casa había un aparador de barniz brillante. Tenía unas vitrinas rectangulares llenas de figuras de porcelana y unos pocos libros que mi padre, guarda de profesión, había comprado un día que llegó un vendedor con un maletín y una sonrisa cautivadora. Lo sedujo su verbo y acabo comprando la Biblia, las Obras completas de Bécquer, las de Julio Verne y El mundo, la carne y el padre Smith, un librito pequeño con letras doradas que brillaban como un espejo frente al sol del atardecer. En días de castigo o soledad me propuse leerme todos esos libros. Las sentadas eran de varias horas. Al final terminaron preocupando a mi padre, pues tanto me imbuía en la lectura, que se me olvidaba salir a jugar a la calle. El adjetivo de raro empezó a sonar por primera vez en mis tímpanos, y juro que no me sonó mal, pues de pequeño me sentí siempre un animal lejos de la manada, o un lobo estepario, como diría Hermann Hesse.
Lo primero que leí fueron las poesías de Bécquer. De ahí me viene este vicio por la poesía. Luego las novelas de Julio Verne. Cayeron a borbotones en mi cerebro. Estallaba mi imaginación alejándose del mundo, sometiéndome a una magia que la niñez agrandaba y el placer por la aventura convertía en sustancial. Mucho después mi pasión por la antropología me llevó a la lectura de Yuval Noah Harari, y comprendí que no andaba desencaminado, pues la capacidad del Homo Sapiens de imaginarse cosas que nunca ha visto, tocado ni oído, es la clave de nuestra inteligencia y superioridad sobre las especies.
Después leí la Biblia. Sentí miedo, ira, esperanza, dolor…Me agobiaba el Génesis, pues no entendía el concepto de pecado. Sentía rabia con el sufrimiento de Job. Pero me encantó Rut y el Cantar de los cantares (becqueriano), y sobre todo el Eclesiastés. Años después sentí un enorme gozo al leer la cita que pone Hemingway en Fiesta (I, 4-7). No se había escrito mejor definición sobre la fugacidad del tiempo.
Hasta que solo me quedó por leer ese libro pequeño con letras doradas, escrito por Bruce Marshall. Tuve reparos porque el ambiente católico de la época introducía la palabra demonio en mi cerebro en sustitución de la palabra carne. Y ya comenzaban los primeros escarceos sexuales a martirizar mi pensamiento. Así que lo dejé en la estantería años y años, impúber a mis ojos.
Y hace poco, recogiendo enseres de aquel piso antes de su venta, desalojando el aparador, el libro cayó en mis manos. Y lo leí una tarde. Es de una prosa sencilla y bella, humorística. Lo gocé en un día luminoso de verano. Y juro que me sentí renacer en momentos antiguos, que aquellas tardes hermosas de juventud y palabras emergieron de mi silencio como aves libres llegando del pasado.
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