18/06/2016
Quedan tan pocos linces que es posible conocerlos por sus nombres. Mesta, Minerva, Moraira, Mosquito, Milvus, Molusco, Medellín…El ávido cuidador que les pone los nombres se ve que tiene una imaginación florida. Milvus corretea por las piedras acostadas en yerba de los olivares, olisquea una sombra de morera que se está formando en el corazón de una umbría misteriosa. Queda bien. Dan para hacer literatura esos nombres entre míticos y mitológicos, de justa belleza, como la acción de quienes se han preocupado que esta inteligente y bella especie no desaparezca de nuestro país. Ayer se soltaron dos ejemplares criados en El Acebuche, en la provincia de Huelva. La luz de sierra Morena, lejana y fantasmagórica siempre, recibió sus sombras y las hormigas ya saben que hay una huella más en la espesura, y los ríos llenos de alisos y ranúnculos saludan la llegada de estos supervivientes.
En su última encíclica el Papa rescataba el amor inmenso de San Francisco de Asis a los animales. Son criaturas de Dios (para los agnósticos de la naturaleza) que tienen el mismo derecho que nosotros (tan superinteligentes) a habitar el aire y las tierras libres que su amor a la vida ha creado. Los dos ejemplares soltados se llaman Masiega y Melojo. De la primera veo una imagen sobre la tela de un sofá oscuro mirando el ósculo brillante de la cámara. Es una cachorra multicolor, aunque prevalece el gris bajo unos simpáticos lunares rojinegros. Sus ojos son tan grandes que casi abordan la cara. Son bellísimos. Lucen como faros en la noche. Bajo el sol su verdor estalla y cuando los ves sientes que han sido capaces de comprimir dentro de sí un concepto insuperable de belleza. Melojo es casi idéntico. Aunque tiene los largos bigotes como más de don Juan irredimible.
Salieron ya mayores de una jaula verde acostada sobre el marrón de la sierra. Enseguida comenzaron a recorrer su territorio. Olisquearon con esa cautela que tienen los gatos cuando están explorando o buscando su alimento. Imagino que después se irían hacia el agua, y que su gran olfato encontraría el río Yeguas. Se esconderían en sus cañaverales hasta sentirse sin peligro para beber sus limpias aguas. Después se irían por los robledales y encinares de las zonas bajas para ir encontrando su acomodo definitivo en la madre naturaleza.
El humano, tan soberbio, cree que la tierra fue creada solo para él. Se siente el único semejante al Dios que la hizo, el único hijo de Dios. Sin embargo, humanos y animales somos hijos de un mismo empeño. Las afinidades biológicas son abrumadoras. Bien por el programa comunitario Life. Agranda el poco honor de nuestra pequeñez, llena nuestra crueldad hacia ellos de una señal de amor en la tierra.
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