06/02/2016
Tienes que olvidarte de que el fútbol es solo un juego sin importancia. Eso queda para los que no sienten que la vida es una pasión irreductible. Incluso olvidar que el fútbol es lo más importante de las cosas sin importancia, como dijo Eduardo Galeano, y después el papa Juan Pablo II añadiendo un "de largo" que aún hace más lúcida la frase. Tienes que sentir que en la vida uno paga hospedajes porque en el fondo somos extranjeros, caminantes que van sin origen ni destino. Tienes que sentir algo más para entender lo que ocurre en el rostro, en el cuerpo, en el alma de Cristiano Ronaldo cuando consigue que ese trozo de cuero multicolor rompa la muralla invisible de la portería. Entonces el portero realiza ese gesto agrio, agónico, de darse la vuelta, ir con la cabeza gacha, doblarse, recoger el balón para que alguien lo lleve al centro del campo.
Mientras esto pasa el portugués entra en una extraña comunión con el viento. Cristiano aprieta los músculos, cierra los puños, dobla las rodillas, muestra las venas hinchadas del cuello y estalla en un grito que estaba ahí dentro ahogándose en la niebla negra de las entrañas. Es un grito espartano, dijo Arbeloa. Al sonar ese grito, un ¡uuuhhh! guerrero ancestral, los ojos de Cristiano se vuelven retadores. Son los de un héroe que acaba de destrozar a un gigante enemigo.
Algunos llaman a este ansia egoísmo, pero yo creo que es el estallido de una pasión que justifica su existencia. Es un deseo de ser que ha convertido los vértices banales de un juego en algo tan bello como la luz real de lo increíble. Cristiano vive para el gol y por eso cuando marca se produce una realización plena. Es afortunado. Juega en el Madrid. Tiene a gente como Isco, Benzema, James, Marcelo… que le llevan en una bandeja el elixir del placer. Ahora, con Zidane, hay que conseguir la undécima. Y que su grito reviente las antenas dormidas del mundo
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