18/04/2015
Se llamaba Katia Romescu y a nadie le importaba. Apareció tirada en una cuneta un hermoso día de invierno. Ese, quizá, fue el más notorio día de su vida, cuando su nombre fue de boca en boca de gente que jamás la había conocido. No tuvo amigos, porque nadie fue a su último momento en este lugar de sombras. O quizá sí los tuvo, lejos, pues no se enteraron de que su nombre y apellidos estaba siendo trajinado en un juzgado como preludio cruel del archivo de su existencia. Cuando la introdujeron en la tierra solo tuvo el adiós de un par de funcionarios. Se metió en la caverna del final y de ella jamás se supo. Su historia quedó también enterrada en la montaña de papel de un juzgado de Valencia, en el que la tinta poco a poco se iba corroyendo, como las historias que guardaba ocultas para siempre. Katia Romescu, Ilia Monteanu, Lleana Popescu…, nombres que llegaron del frío para vivir, y morir, en otro frío distinto, el de la nada.
Yo la conocí vagando por internet. Había finalizado mi último libro de poemas, El sueño de la vida, y me juré que jamás volvería a escribir poesía porque me dejaba seco por dentro, porque cada verso que me arrancaba del alma exprimía mi sensibilidad hasta dejarme exhausto. Manuel, me dije, al carajo la poesía. Es un arte que necesita demasiado sufrimiento para conseguir un gramo de belleza. Lo que de verdad necesitas es desengancharte de los versos con la prosa, gozar las palabras, imaginar situaciones, divertirte jugando con ellas. Tienes que pensar en una novela. Es lo que siempre has deseado. Y entonces me puse a imaginar una historia. Y como la quería real, y descarnada, que naciera de los bajos fondos para envolverla con palabras de belleza, pues me puse a leer sentencias de los juzgados en internet. Y entonces llegué a la historia de Katia. Una más de las que seguro hay a cientos en el vivir de cada día.
Katia llegó España muy joven. Apenas tenía 17 años. La engañaron mafias oscuras diciéndole que venía a trabajar de camarera. Incluso alguna amiga pagada le dijo que aquí podría formar una familia. Y con esa ilusión se subió una noche a un autobús destartalado que después de muchas horas la llevo a la costa valenciana. Llegó exhausta, sin apenas comer, con los ojos hinchados y el corazón hirviendo ante la nueva vida que imaginaba hermosa. En su pueblo era imposible subsistir. Pero nada más salir del autobús la dejaron en un puticlub de carretera con habitaciones mugrientas. Entonces, ante luces de neón, y hombres desconocidos que la manoseaban, sus 17 años comenzaron a llorar y a pedir volver a su pueblo. No cesaba de gritar y protestar. Hasta que una madrugada le dieron el billete de vuelta. Fue a su primer origen. Al del silencio misterioso de la nada.
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