28/03/2015
Hace poco decir selección era decir solidaridad, eficacia, ilusión. Percibíamos algo grande que nos despertaba hermosos sentimientos. Y también decir Del Bosque era constatar virtudes por todos ensalzadas. La inteligencia, la bondad, la sabiduría, la sensatez, un modelo de vida que desterraba nuestra habitual batalla cainita. Incluso el monotemático Artur Mas, un día, declaro que si tuviera que nombrar un español que entendiera a los catalanes diría Del Bosque. Todo eran albricias, contratos publicitarios, modelos de convivencia, sistemas deportivos a imitar, premios Príncipe de Asturias rindiendo homenaje justo a Luis Aragonés, en un país en el que cuesta homenajear, sobre todo en vida. Del Bosque, y su ansia de concordia, imperaban por doquier.
Era la selección en el país de las maravillas. Y aunque cualquier análisis indicara que los éxitos y el idilio no podrían ser eternos, porque nada permanece y los demás aprenden, aquí se pensaba que seguiríamos dejando sin balón al contrario, ahogando su ataque, tocando con una orquesta sublime la música de los dioses. Pero el último mundial fue como un cubo de agua helada. Descubrimos nada más y nada menos que éramos mortales. Por tanto susceptibles de lesiones, malos días, desgastes lógicos, porque el tiempo a nadie perdona. Y entonces la traca cotidiana se convirtió en oscuridad. La agenda de Del Bosque enflaqueció. Los defensores de la trucha saltarina se olvidaron de nombrarlo socio de honor.
En fin, lo que hemos sido, es algo difícil de repetir. Pero no imposible. Los demás han aprendido. Pero aún poseemos una sustancia hermosa, por eso nuestros jugadores y entrenadores triunfan fuera. Pero hemos de olvidar el pasado. Y para volver a ser tan grandes tenemos que empezar de cero. Desde cero la ilusión y la fuerza serán mucho más atrevidas. Y los otros percibirán que este equipo tiene todavía mucho que decir.
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