04/05/2013
Ponte de rodillas niño, baja los ojos, todo el rostro, enlaza tus manos debajo de la barbilla y pídele a Dios que te merezcas su cariño. Luego reza un padrenuestro y arrepiéntete de tus pecados. Mi madre me lo decía con una dulzura tan exquisita que convertía sus palabras en caricias y sus labios en almohadones de viento. Luego, mientras estaba sentado en la silla, con la penumbra de una siesta de otoño en mis ojos, la veía planchar en un rincón el uniforme. Casi siempre el de mi padre, que era guarda. Tenía camisa gris y pantalón oscuro.
El olor algo molesto del vaho y las telas se extendía por la habitación. Mataba el viento que venía mojado por la sabina albar de la puerta. Pero aquella vez mi madre estaba planchando otro uniforme. No era el de mi padre. Era el de mi primera comunión. El primero que me ponía en la vida. Ahora lo recuerdo. Tenía todas las orlas que uno pudiera imaginarse, incluso ciertos anagramas de tela que había en las solapas parecían medallas al valor, quizá conseguidas en las batallas que sucedían allí donde la mente obtiene la hermosa libertad de imaginar.
Si hablamos de graduación militar, como el uniforme lo decidía mi madre, tenía la de Almirante. Tan joven y ya con mando. Pero era un Almirante con más registros que los del agua, pues su creador, quizá habitado por una luz extraña, había realizado una simbiosis con la vestimenta de la Orden de Calatrava, y al lado de las anclas y demás símbolos marinos estaba el escapulario, emblema de un alejamiento del mundo, que entonces era lo contario pues yo iniciaba la senda de la vida. También me acuerdo del manto, blanco como la niebla, que me dijo mi padre representaba la humildad y recogimiento que han de tener los grandes personajes. Y el birrete, que reflejaba el respeto, y unos guantes blancos cuyo oficio era cubrir la desnudez de mi piel sin corteza.
La casaca tenía la cruz de Calatrava en el centro, y había dos hileras de botones y caponas en los hombros. El pantalón, de paño grana, tenía faja de oro estafador, y por supuesto no llevaba espada, pues al llegar a la iglesia solo vería la del Cristo nombrándome caballero de su orden. El caso es que el uniforme era rimbombante y presuntuoso, pero bonito. Yo me sentía predestinado a conquistas, salvamentos, qué se yo, todo lo que cayera dentro de las manos del héroe.
Las percepciones infantiles son tan libres, y la imaginación tan pura, que la posibilidad de sentirse lo que se representa es intensa. Creo que en aquel momento nadie me habría convencido de que no era un almirante de la Orden de Calatrava. Y tampoco de que el Cristo se volvería saliva en mi lengua. Y que allí comenzaríamos a conversar en un lenguaje que nunca se agota.
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