08/12/2012
Vaya, otra Navidad, siempre está ahí, en el final de los meses, escondida tras las nieblas del otoño, envuelta en los fríos harapos del invierno. No puedo evitar integrar esta época en una nostalgia oscura. Siempre regresan las navidades frías, llenas de carbonilla, de mi pueblo. Y me siento en una noche húmeda en la que saltan luces como estrellas caídas, cantos perdidos por las esquinas o la persistencia de una radio en la que se oían los viejos villancicos o los salmos de unos monjes lejanos.
No puedo evitar que la navidad se me encaje en el tiempo como un alfiler que se clava en mi corazón. Y muchas imágenes que tengo dentro, hundidas y ausentes, vuelven al viento de mi presente, viven como esclavos liberados de mis entrañas. Vaya, otra Navidad, ya se me amontonan en las manos. Otro esfuerzo del sentimiento que se pregunta por las puertas del futuro, por los laberintos del pasado. Y cuando veo bandejas de dulces me nace el hambre feroz de entenderme, de mirarme en todos los rostros que soy y he sido, de comerme el pasado como si fuera una caja de mazapán, y así hacerlo más mío, decirle que no quiero olvidar el lugar de donde vengo, que no quiero olvidar todas las sombras del ayer que me dicen quién soy.
Vaya, otra Navidad, cualquiera diría que en este año terrible no se dignaría a acercarse. Pero ha llegado. Y otra vez se expande ese sentimiento de bondad que se incrementa y parece envolverlo todo, incluso los buenos días secos del conserje, o las buenas noches frías del camarero. Ahora serán más jugosos y calientes. Los ojos se iluminan y se llenan de una bondad fugaz. En la gran mayoría de los corazones hay bondad, pero cuesta mucho sacarla. Quizá porque ha sido maltratada demasiadas veces sin piedad.
Cuando me miro al espejo veo mi rostro de siempre, pero con algo más oscuro en la pupila. Una rasca del tiempo, una mota de luz se ha apagado en ella. La vida hunde los sueños en lo oscuro, donde no pueden sobrevivir. Por eso amo la luz de la Navidad, porque me hace los ojos más brillantes, y aunque no puedo evitar que la melancolía de lo perdido me acose, me voy por las calles luminosas, en silencio, dejándome perder en la luz, saciando mi alma seca con los escasos villancicos que suenan. Hace frío, pero me abriga el murmullo de la gente. Olvido el dolor desnudo que tienen las lanzadas de la vida.
Hay quien se molesta porque sea una fiesta mundana. Pero las navidades son mucho más que religión. Están escritas con juegos en el calendario de la infancia, están clavadas en el barro de las antiguas calles. Son un puente luminoso. Vaya, otra navidad, un año, otro año y otro, hasta que el del Ojo Grande quiera. Otra Navidad, al menos este año cabrón ya se está muriendo.
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