01/04/2012
No tengo ninguna duda de que si el Cristo volviera a nacer de nuevo moriría en la cruz. No sé quién se la pondría en los hombros, o dictaría la sentencia de muerte (hay tantos candidatos), pero sí sé que la casa de su corazón se llenaría de dolor, un dolor enorme por el mundo. Nacería en algún lugar pordiosero, de hambruna persistente, y el olor suburbial de la miseria sería su verdadero bautismo en el concierto de la vida. Iría, creo, a un colegio público. E incluso imagino que allí sería uno de tantos emigrantes que son pasto de miradas altivas y desprecios distantes. En su cuerpo habría de sentir la angustia de los humanos desde el principio al final, como la primera vez. Y con el último aliento, en algún camastro de alguna cárcel oscura, rodeado por aquellos que creyeron sus palabras, volvería a pronunciar la misma sentencia: Padre, perdónalos porque no saben lo que se hacen.
Desde joven mostraría predisposición a la lectura de los hombres santos. Aquellos que tienen la luz verdadera de todas las religiones. Porque en lo que no es cultura o historicismo, el sentido real, y antropológico, de la religión, está incrustado en el ADN de la especie. El dolor de la vida nos lleva hacia un Dios de muchos nombres pero un solo rostro. "Si los padres me han abandonado al suplicio, y el juez ha dictado contra mí sentencia de muerte, y el príncipe ve en mi muerte su vida, no me queda otro refugio que Alá", dice Mozlehu Din Sadi, poeta místico persa que seguro Jesús leería. Como leería a Santa Teresa y a San Juan de la Cruz, y tantos otros, sin olvidar el Libro Tibetano de la Vida y de la Muerte, de Sogyal Rimpoché, maravilloso canto a la bondad, la naturaleza y el espíritu. Creo que Jesús intentaría fundar una única religión mundial, un credo para todos que defendiera a los pobres de los avariciosos, a los débiles de los poderosos, al espíritu de los creyentes del hierro afilado de los materialistas agresivos. No tendría, a mi entender, ningún tipo de sectarismo. Y por supuesto volvería a denostar a los hipócritas que anteponen la oscuridad del boato, o la manipulación de la mente, frente a la verdadera luz de las palabras del tiempo.
A los primeros que invitaría a creer en su mensaje universal sería a los cristianos. Y me imagino que les diría no entender por qué bajo su nombre algunos se sienten enemigos. Y su palabra volvería ser revolucionaria. Volvería a remover el corazón humano, el único lugar en el que pueden triunfar las auténticas revoluciones. Y un día los mercados, o los jerarcas, o los dueños de todo, dictarían su sentencia: Debe morir porque es peligroso para el poder establecido. Su palabra derriba las piedras de las murallas que no derriban las bombas.
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