02/01/2011
Lady Gaga y Amy Winehouse se hicieron con la noche. También hubo de los Rolling y de los Beatles, algo que entendí al mirar al Disc jockey y ver su rostro de cincuentón coletudo con desertización amazónica capilar. Lo de ahora y lo viejo coexistió en un estallido de música que hacía temblar el local y también conseguía que la gente viviera hasta la extenuación la historia de las canciones. En algún momento el disquero –seguro que de joven ponía música en los guateques- rescató melodías de los ochenta que consiguieron que una multitud en llamas las cantará introduciéndose en su pasado. Mecano, Alaska o el mismísimo Raphael, sin los ojos como dos lentejas, lozano como un seminarista, estallaron en la noche y entonces se pudo decir que en verdad aquella sí que era vieja.
El tiempo abrió su lata de sardinas y todos regresamos a los años bellos, cuando no había crisis y era pecado no creer en el futuro. La pantalla de plasma emitió también anuncios que se han pegado a la historia de varias generaciones. Vuelve a casa por Navidad, el Cola-cao o los sones de la abeja Maya recorrieron el vaho luminoso y el tiempo destrozado mientras todo se volvía una bella chirigota. Estaba muy a gusto. Pero fumaba tanto la gente que se me ahogó el pecho. Y tuve que salirme a la niebla para respirar la bruma fresca y quitarme del cerebro los cubatas excesivos que me había tomado. Y allí me pilló el pelmazo.
Hay gente que disfruta sin altercados de sus parrandas. Pero a otros, acostumbrados a las brasas del alba, parece que se nos castiga cada vez que trasnochamos. Esto no es lo tuyo gorrión, parece decirnos el destino, tú a desaparecer cuando el sol se derrumba. Así que a mí en el corazón de la timba siempre me pasa algo. En la de Nochevieja fue que me apresó la oratoria de uno de estos que habla y no escucha, que lo sabe todo y nada le intriga y que, como decía Machado, no usa la cabeza para pensar sino para embestir. Un tipo de las cavernas, por llamarle algo, y sin ánimo de insultar a los cromañones.
El mastuerzo estaba sólo. Quizá ya lo habían desterrado de varias plazas y me vio venir, viejo conocido. Seguro que fui la salvación de su noche así como él fue la perdición de la mía. Me dijo que le gustaba el toreo, la prensa vecindona y cazar como furtivo en las bellas haciendas locales. También contaba chistes de Arévalo, sobre todo de maricas y gangosos, los cuales no consideraba como sucia violencia racista. Se hinchó conmigo el tipo. Yo, atribulado, con el alcohol hirviéndome, débil de réplica, no tuve más remedio que poner la quijada a sus derechazos y llorar por dentro. Me machacó. Vaya, pues comienzo bien el año. Tirado en la niebla y con un troglodita de maestro.
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