18/12/2009
Uno siempre lleva, muy dentro, una voz que regresa. Es una voz que ha estado habitando escondida en las entrañas, o en el alma, o en el corazón, cualquiera sabe dónde, porque cada uno llamamos de una manera a ese lugar en donde escondemos lo que de verdad nos importa. Pues bien, allí, siempre hay una voz que regresa. Y esa voz se estuvo alimentando durante muchos años de nuestra propia ausencia, es decir, de nuestro propio olvido mientras íbamos caminando, o haciendo camino al andar, como dijo Antonio Machado, sin apercibirnos de que seguía viva, de que algún día volvería a sonar con toda su fuerza en nuestros oídos. Sí, algún día la voz volvería para decirnos que no había muerto. Que nosotros la habíamos olvidado, pero que ella había permanecido expectante esperando la más mínima oportunidad para saltar a nuestra alma y volver a vivir, volver a ser. Y así ha sido. A mí, mi voz me ha resurgido hace poco. Un olor, un sonido, una imagen, o quizá todo a la vez, ha hecho de percutor para que estalle en mi corazón. Un olor en una en una pastelería, un olor a harina caliente, azúcar quemado, a pastel, ha hecho que resurja en mi la imagen de mi madre rejuvenecida yendo a la desaparecida panadería de la calle Ancha para preparar dulces que llegaban a casa todavía humeantes. Al sentir ese olor, toda una época que estaba sorda en mis entrañas se ha puesto a gritar y han renacido horas y días y sentimientos, rostros, caricias, juegos, sueños, esperanzas, vida, vida antigua que ha perdido su muerte al ser recordada. Y un sonido. La música de un villancico clásico que ha sonado saliendo de un comercio. Y de repente he visto una pandilla de chavales con rostros que habían muerto en mi mente y han renacido. A pesar del frío pantalones cortos, piernas esqueléticas, mofletes de payaso, fútbol en el barro, ojos llorosos por reír y un corro en la niebla mientras nunca se acaba la noche porque nadie quiere irse a casa. Esa música ha conseguido que resurjan de la nada. No diré sus nombres. Ellos saben quiénes son y que viven de nuevo en un sueño. Y una imagen. La fábrica desde el monte ha hecho que vuelvan a vivir en mi ocioso cerebro noches furtivas bajo el cerro de Santa Ana con la adolescencia buscando un lugar para aplacar su hambre, noches de búsquedas infructuosas, de nocturna poesía sin poemas, de besos mojados en los brillos hermosos de la luna que se quedaban a dormir en los matojos de las peñas. Sí, uno siempre lleva dentro una voz que vuelve. Está esperando escuchar un sonido que la despierte de su sueño misterioso. Una música que la envuelva en la misma danza que nunca quiere dejar de bailar. Una imagen que le recuerde cómo era la última vez que se vio en el espejo de su propia imagen. Esa voz es, realmente, nuestra propia voz.
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