07/01/2004
Es bueno mirar al cielo de vez en cuando. Levantar los ojos y parecer uno de aquellos primates que, según dicen los antropólogos, elevaron sus ojos y vieron que por encima de sus cabezas existía un espacio infinito. Si el mundo era un cuenco de terruño y rastrojos, al elevar la testa, vieron el horizonte inmenso, la sensación de lejanía de una tierra que descubrían bastante más rica y enorme que el espacio visual que sus ojos alicaídos enseñaban. Alzaron la cabeza y sus oscuras retinas vieron incrédulas la belleza del vacío. Quizá entonces sucedió el primer descubrimiento del universo. Y seguramente algún día se demuestre que cuando aquel primate miró a los cielos comenzó a soñar y a imaginar que allí existirían templos invisibles albergando dioses invisibles. Sólo allí, en aquel espacio de azules y nubes, podrían residir los entes que habían creado tanta belleza, incluso su propia vida. Desde entonces, podría ser que aquel primate desarrollara su mente más allá de las necesidades materiales de la subsistencia. Podría ser que superara los instintos de la tierra para intentar viajar en brazos del enigma.
El enigma del universo. Y la certeza. La certeza de la permanente relación entre la pequeñez y la inmensidad. Voltaire lo explica de maravilla en el cuento Micromegas. La pequeñez no es otra cosa que bajar los ojos y mirar nuestro entorno, los árboles del bosque, el terruño, como si estos fuesen un mundo que comienza y acaba en sí mismo. Bajar los ojos es ver solamente el estrecho habitáculo lleno de raíces que enreda y sujeta mentes paralíticas. La pequeñez es vivir historias heridas en su propio agobio. Y elevar los ojos no es ver la inmensidad que nos rodea, sino también la miseria que nos envuelve, la relatividad de lo importante, la capacidad de ir más allá de los decretos de la naturaleza. Y así debió ocurrir, que cuando nuestros viejos primates elevaron sus ojos, comenzaron a sentir que se les abrían sus mentes.
Y ahora, violada la mitología de los cielos, mientras los meteoritos se estrellan en el cristal de las nubes, el ser que mira a lo lejos manda artilugios a las estrellas y a los planetas. Quiere salir del tribalismo, vencer la aciaga pequeñez que doma su mente y oscurece sus neuronas. Sigue la batalla entre la inmensidad y la pequeñez. Aunque la batalla siempre se librará. A pesar de los siglos, siempre quedarán primates que odien levantar los ojos. Hasta el fin de los tiempos quedarán mentes incapaces de soltar las amarras de sus raíces, de vencer los barrotes de su indigencia espacial, de abrir el telar de lo inmenso. Antes se llamaban australopitecus. Ahora se llaman nacionalistas.
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