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Franco y los revolucionarios

20/11/2000

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FRANCO Y LOS REVOLUCIONARIOS

Cuando Franco, yo tenía unos pantalones campana libidinosos de paquete abundante, una camisa de tela fina floreada ajustada a mi cuerpo como una lapa y unas patillas selváticas que para sí quisiera el bandolero más peludo de la sierra. Llevaba los cabellos en ajustada algarabía mas como emblema de una dejadez romántica que como óbice del preciso desorden de la adolescencia. Leía sin descanso, bajo un flexo de aluminio calenturiento, a Marx, Bakunin, Stirner, Proudhom, Fourier, Bécquer, los griegos, los romanos y a cuantos locuelos pintorescos de la vanguardia caían en mis manos. Evidentemente, no era capaz de ordenar el producto de aquel batiburrillo de intelectos, pero me decía con Azorín que lo más importante de leer era leer mucho sin importar la amalgama de fuentes que ya el cerebro se encargaría de jerarquizar aquella mezcolanza.

De Marx aprendí que Hegel y Heráclito habían venido a este mundo para algo. También que por mucho que alguien ahogue a una sociedad, ésta siempre pretenderá respirar hacia el oxígeno libre. Así se ha demostrado en los Países del Este, los cuales, después de asesinar al padre en nombre del padre, han tenido que regresar a los inicios. Marx tenía razón, la antítesis siempre se hace ya sea contra los burgueses o contra los orgátrapas del partido. Como buen romántico me gustaba más el joven Marx que el viejo. A éste lo veía demasiado ordenancista, frío y confabulador. Por eso aderezaba el asunto corriéndome el lagrimal con las lecturas de Bakunin.

Bakunin sí que me llegaba a lo hondo, y tanto, que después de leerle sentía la necesidad de convertirme en evangelista del fustigador de cuantos poderes ha creado este extraño animal –lombriz de tierra lo llama Herder- que es el hombre. Ahora, frente al ordenador, me recuerdo en la discoteca del pueblo pegándome el filete con la ocasional bajo la oscuridad sudorosa de aquellas infernales luces de neón, contándole a la moza adormecida, mientras sonaba la melodía del El gato azul de Roberto Carlos, las más incendiarias ideas del maestro.

Creo que a Bécquer lo había llevado conmigo desde siempre. Como se ligaba en mi época con el uso de Bécquer, no se ligaba con nadie. Le decías a alguna despistada los versos de la golondrina, o aquello del arpa olvida y terminabas el exhorto con las soflamas de la mirada y el mundo y ella caía rendida en tus brazos. Eso sí, manteniendo la compostura. En aquellos tiempos siempre había que mantener la compostura. La verdad es que luego, al llegar a los veinte, creo que nunca más volví a leer a Bécquer. Lógico, pues se me quedaron sus rimas tan exprimidas en discotecas, tugurios, bares y mesones de atardecer, que ya no me quedó ninguna en la cabeza.

Con Marx Stirner tuve una relación extraña. Este raro autor, famoso en mi época, escribió un sólo libro, o panfleto, titulado El único y su propiedad, un texto que venía a decir algo así como que se debería apagar el mundo para quedarse uno sólo. Por un tiempo fui sacerdote principal de la causa; pero dos hechos me bajaron de repente del caballo: el primero, que Stirner, a diferencia de Bécquer, servía para ligar lo mismo que un bigote de Don Juan en los sesenta y tampoco era cuestión de retirarse uno al monasterio; el segundo, que hube de decepcionarme del agónico maestro al descubrir que después de tanta elevación del individuo a lo solemne, la vida desdijo sus teorías demostrando cuán poca cosa es lo humano frente a la historia y la naturaleza. El destino quiso que el soberbio filósofo, endiosador del hombre, llegara al Camposanto merced a la picadura de una mosca que se introdujo, nadie sabe por dónde ni desde dónde, en su santuario universal, es decir, en su cama. Así que, después de aquello, el tal Stirner dejó de ser mi guía espiritual.

Los surrealistas me dieron el caos mental necesario como para llegar a la conclusión de que en aquellos días lo único que tenía claro era que estaba contra Franco. En este sentido, las presencias del Caudillo nos sirvieron a la mayoría de los jóvenes de intelecto desordenado como punto de agarre, certeza, obviedad a la que asirse. Esto se puso de manifiesto en aquellas pintadas que, años después, cuando reinaba la muerte de la utopía, aparecieron por los solares de Madrid diciéndonos que contra Franco vivíamos mejor. Ciertamente, en el tardofranquismo, eran tantas las revoluciones pendientes y posibles que no sabíamos bien cuál era la verdadera, aunque sí que todas pretendían erradicar al dictador.

Lo que mejor recuerdo de los griegos y los romanos es que consiguieron que desterrara de mi fondo de armario los pantalones campana y la camisa vista como segunda piel. También organizaron más dignamente mi semblante, pues recuerdo que un día, después de leer a Platón, desgarré de mi rostro las patillas bandoleras. No me imaginaba yo de mozo de Sócrates con aquellas selvas debajo de las orejas. Me sabía el diálogo socrático a algo doncellesco, suave, mancebil. Por tanto, para conocer el bien, el mal, la vida o la muerte en ese ágora divino había de imaginarme barbilampiño.

En todo caso, mientras Franco se hacía eterno como un discurso de Fidel, desde Sócrates hube de llegar a los socialistas utópicos. Estaba escrito que tendría que sentir la mayéutica proudhoniana. Lógicamente, desterré al baúl de la nada a Marx, Mao, Lenin, Trosky, el Ché y demás pragmáticos de la dictadura del asalariado. En mi estantería sólo quedaron autores idealistas, pues como dijeran Sócrates o Voltaire, la materia es la idea: sólo existe porque tenemos una idea de ella. Elemental querido Watson.

En consecuencia, desterrado el materialismo, fue de justicia que mi cuerpo se adaptara al evento interior. Tornó a ser delgaducho, poco hambrón y por más señas triste de profesión asumida, no podía ser de otra manera. Los vaqueros zarrapastrosos, las camisas anchas y la barba cristiana, sucedieron a las campanas, la camisa tersa y las patillas frondosas. En tanto Franco daba los últimos suspiros.

Mientras el dictador era masacrado a pinchazos, cables y máscaras de UVI, me daba a mí por repasar todos los revolucionarios que me había hecho conocer. Las horas interminables de lectura que me había dado en el colegio mayor, desgranando el mundo de las cosas y el mundo de las ideas para hacerme exactamente lo contrario de lo que aquel régimen pretendía que fuera. No sé si de no haber existido Franco, yo me habría metido tanto revolucionario en el cuerpo, tanta filosofía, tanto anarquismo necesario para respirarme por dentro diferente a como me habían querido hacer desde la infancia con toda aquella tropa de fascistas intelectuales que nos presentaban en el aula.

El caso es que queramos o no, a todos los que tenemos de cuarenta para arriba, Franco nos hizo, aunque fuera a sensu contrario. Ahora, con el tiempo largo y húmedo como un estanque de lluvia, frente a una pantalla de ordenador que entonces habría sido imposible imaginar, recuerdo que todos aquellos revolucionarios que Franco puso en mi mesa de lectura yacen envueltos en añosas telas de polvo y de ausencia. Ya no están en mi biblioteca. Hoy casi nadie lee a esa gente.

De entonces sólo me han quedado los griegos y los romanos, los únicos que no comencé a leer contra Franco. Al final, para mi formación interior, éstos han sido los más revolucionarios. En la revolución, como en todo, también hay clásicos que no mueren.



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