17/12/2003
Este hombre del que ahora tanto se habla, Carod Rovira, parece un señor muy entrañable. Nos dice que no somos nadie, pero de una manera muy educada. Dice que no quiere seguir con nosotros el resto del camino, pero que por favor no nos molestemos ni nos asustemos, porque tampoco se va a ir pegando un portazo o dejándonos con la palabra en la boca. No, que va, insiste en que le importamos menos que un pimiento, pero que por eso no tenemos que encolerizarnos, porque aunque sea verdad, su espantada se realizará sin violencia, en un alejamiento irreversible que tendrá su final cuando ya no sea posible otra cosa. Incluso, hace poco, ese señor bajito catalán, tan simpático, tan corrientito, vino a los madriles a tranquilizar conciencias ignorantes. Nos dijo que no oiga, que no se va a romper nada, que ni vamos a quitar al rey ni a romper España ni somos estalinistas ni troskistas ni revolucionarios ni aguafiestas ni broncas ni chulapios. Manifestó que sólo era algo así como un independentista republicano y comunista muy simpático, con bigote estruendoso, buena gente, legalote y cabal, como el abuelo que todo el mundo desearía tener. No el abuelo de Heidi, que ese es Maragall, pero casi.
Además, el buen Carod, el tierno abuelo Carod, quiso darnos una muestra de su sensatez, pacifismo y simpatía. Pues notificó que aun sabiendo que los andaluces, manchegos y extremeños habíamos esquilmado su terruño, no obtendríamos de él regañifas y broncas. Todo lo contrario, sólo sonrisas, lágrimas sin ira y raciones de tranquilidad. Y así, como el abad reprende a los monjes, con esa dulzura papalicia, simplemente nos aleccionó para que no nos asustáramos porque él y sus huestes terruñales sean quienes hayan de redactar la próxima Constitución, según sus hechuras políticas y financieras, por supuesto.
Hoy, el que no es nacionalista es troglodita, sentenció. Y mira tú que yo pensaba que los verdaderos trogloditas eran los que endiosaban el terruño. Vamos, no sé, digo trogloditas como diría catetos, estrechos, incultos o miembros de la secta del yo-yo, que es lo más contrario que existe a la de la universalidad. Lo creía por aquello de la vehemencia de la pequeñez, que dice Santayana. Pero después de conocer al abuelo Carold, de cómo no quiere que nos asustemos por sus pensamientos tan avanzados, ya sé que el tribalismo, el folclorismo, el pancismo terruñal o la exaltación sanguínea también pueden ser muy simpáticos. Como el abuelo Carod, tan entrañable que me recuerda a ese anciano que sale en televisión partiendo almendras para hacer un turrón artesanal. Turrón que, en este asunto, se come el propio abuelo.
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