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El poder de la miseria

04/11/1998

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Hace bastantes años viví en Caracas en un enorme edificio céntrico que parecía un trasatlántico varado en un mar de chavolas. Desde el balcón de mi apartamento, que estaba situado en el décimo piso, se veía un paisaje de mugre rodeándolo todo, empinadas calles sin luz, regueros de desechos, latón destartalado y un interminable sucio cartonaje que parecía emerger de la tierra. Aquello parecía un basurero propio de la escenografía de ese cine futurista al estilo de Mad Max, en el que la gente vive en los cementerios de chatarra. En la enorme extensión de miseria destellaba el latón de los techos y la fosforescencia, en el mediodía, del acero de algunas antenas y automóviles herrumbrosos, únicos datos que nos decían que estábamos cerca del segundo milenio.

Por aquellos años Venezuela era el modelo del crecimiento desaforado, y se percibía por todos lados que los dólares vibraban junto a un río de whisky y de perritos calientes. La gente vivía esa euforia financiera que tanto critica Galbrait desde aquella inicial tulipamanía holandesa. Había como una felicidad colectiva irreprimible, un dejarse ir por la vida sin pensar en nada más que en satisfacer las necesidades inmediatas. La mayoría vivía en aquellas chavolas que crecían como hongos desde el centro de la ciudad a las afueras, llenando las colinas de un pestífero olor a alcohol y a dolares sucios de grasa. La miseria y la riqueza convivían como un matrimonio bien avenido. Casi nadie pensaba en el dolor implícito de aquella realidad.

Y llegaron las lluvias de la primavera. Tormentas de abril que casi todos los años anegaban la ciudad. Aquel año fueron más potentes que los anteriores. Cayeron océanos de los cielos y la ciudad se convirtió en una inmensa laguna que luego devino en barrizal. Las chavolas fueron prácticamente arrasadas por las aguas, debido a la ausencia de cimientos y al cartonaje y chatarra de sus paredes. Los muertos fueron diez mil. Caracas era el infierno de Dante. Se veían brazos, piernas y cabezas por toda la extensión de la pobreza. Los edificios nobles y modernos resistieron incólumes el desgarrón de las aguas. Apenas hubo algún que otro muerto despistado en sus barrios. Lo mismo que ahora con el huracán Mitch en Centroamérica. El enemigo no es la naturaleza desbocada. El verdadero enemigo es la pobreza, la miseria, la injusticia.(902 222292-tfno de Cruz Roja para ayudar)

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