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El caleidoscopio de Delors

26/06/1993

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La verdad es que la CE ya nos tiene acostumbrados a lo transcendente, las grandes decisiones a semestres vencidos; y no es otra la razón que en esta época, rauda en transformaciones y exigencias, nacen los problemas a ritmo de libre y se mueren al de tortuga. Este, la de Copenhague, ha sido una cumbre que no les ha dejado tiempo a los jefes de Gobierno de visitar el Tívoli o pasear en las hermosas avenidas de la ciudad; parecía relajada después de asumir en Edimburgo el hecho diferencial danés y consecuentemente los cuarenta mil dijeran “digo donde antes dijeron diego”, o la insularidad mental británica comenzara a propiciar la derrota de los euroescépticos con extrañas alianzas antitacherianas. Parecía rodar, con cierta elasticidad el automóvil comunitario hacia los plazos previstos.

Pero no fue así. La tranquilidad se convirtió en terremoto cuando la OCDE el FMI o la propia Comisión comenzaron a decir en letra impresa lo que ya se temía y con el triste despegue del desempleo era imposible no jerarquizar como casi exclusivo: la crisis y el paro. La batalla sobre la metafísica de la subsidiaridad, el impulso a la ampliación, señales de humo a los países del este o Rudis, la siempre difícil aceptación de qué sedes de instituciones europeas ha de llevarse el vecino, además del aparcamiento previo de la reforma de los reglamentos de los fondos estructurales quedaron irresolubles para mejor ocasión. Ya lo había dicho Delors, no es posible que se desarrollen dos modelos en Europa, el de la depreciación monetaria, la disminución de los tipos y la concesión de facilidades presupuestarias (Reino Unido) y el de la estabilidad monetaria y la reducción de los déficit fiscales –como objetivo- con los riesgos que implica esa divergencia.

Ocupación de mercados

El caso es que la Europa de los Doce está perdiendo la batalla de ocupación de mercados frente a EE.UU. y Japón. No es cuestión de insistir en datos, pero una economía que caerá el 0,5% en el 93, en la que crecerá el paro hasta el 11% y vive la situación de recesión más grave desde los 70 no puede permitir que solo el 26% del crecimiento mundial se produzca en su territorio, invertir menos en I+D que sus competidores, tener unos costes laborales el 20% más caros, que únicamente el 39% de sus exportaciones sean productos de fuerte demanda –Japón el 70%-, sufrir un dumping exterior y un proceso de deslocalización industrial en productos en los que el peso de la mano de obra es importante –textil, por ejemplo-. Todo ello lleva irremisiblemente a anular otras cuestiones microscópicas. La observación de la Comunidad desde un gran caleidoscopio refleja múltiples retratos que necesitan demasiados retoques. Por eso, en Copenhague, prácticamente sólo se habló de economía de la realidad de un aparato productivo incapaz de crear empleo si no se modifica sensiblemente.

Antes, a Birminghan, a pesar de cierta incontinencia verbal, llegaron buscando el romanticismo. Los 40.000 daneses habían borrado la sonrisa de la foto de Maastricht; la tormenta monetaria puso en evidencia las divergencias macroeconómicas de los Doce y cierto egoísmo del Bundesbank, que será siempre difícil reprocharle, empujaba del lecho monetario a algunos, no menos egoístas.

A Birminghan, por tanto, llegaban amantes enfadados con la bandera de unidad europea plegada y con cierta contestación de los ciudadanos al farragoso asunto y enrevesado mundo de la Comisión Europea, territorio de Delors habitado por una pléyade de fríos funcionarios que poco a poco iban creando un lengua estéticamente insoportable –partenariado, subsidiariedad, adicionalidad, etc...- y unas normas de funcionamiento tan complejas que solo ellos parecían conocer en amplitud. El objetivo era restaurar la confianza en el proceso y ésta se restauró mediante una afirmación gramatical de fe en la construcción europea.

Futuro

Birminghan fue el consejo de la gramática. Edimburgo, el de la aritmética: los escenarios financieros y presupuestarios hasta casi final de siglo, las cuentas de la cohesión, etc... Pero ha llegado Copenhague, y con la realidad antes descrita, se ha hablado más que nunca de futuro. ¿O es que alguien cree que es posible mantener los actuales escenarios financieros de Edimburgo, que nos favorecen, si la Comunidad no llega a un crecimiento constante del 2,5 del PNB?

En Conpenhague, nuevamente la bandera de la unidad estaba plegada. La iniciativa de crecimiento, aprobada en Edimburgo, no había rodado aún. El europesimismo debastaba los campos de Europa presagiando cierto colapso de Maastricht. Era necesaria la generación de un nuevo ideal, a largo plazo, como fue el Acta Única para 1993, y Delors, hábilmente, sabiendo que 1993, desde una perspectiva comunitaria, es año de planificación económica hasta el umbral del próximo milenio –recuérdese que en la actualidad se están elaborando los planes de desarrollo regional 1994-1999- estableció un ideario basado en ocho ideas que pretenden responder a las necesidades de transformación que implica la tercera revolución industrial, en la que tenemos el privilegio, o el susto, de vivir en directo. Ocho ideas –UEM, GATT, I+D, infraestructuras, espacio común de información empresarial, formación de capital humano y reducción de costes laborales y aumento de la productividad, medio ambiente y por último políticas de empleo más activas –que formaran un Libro blanco a presentar y discutir a finales de año en Bruselas. Históricamente, la Comunidad Europa, se ha ido construyendo más que en un proceso constante y continuo, a grandes saltos y grandes parones. Esperemos que en Copenhague se haya ajustado suficientemente la cama elástica para que sea posible lo primero.

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