12/02/2023
Mi padre encendía un fuego en la pequeña salita mientras fuera febrero helaba las esquinas. Un nogal desvencijado, con más años que el viento, acogía chupones que caían de sus ramas ofreciéndose. Los llevaba a los labios porque imaginaba que eran polos con sabor de alba, pero al chuparlos se me pegaban a la lengua. Luego había que echar agua para que se despegaran sin crear ningún desgarro. Dentro, el chisporroteo del fuego creaba un confort ancestral. Así imaginaba que pasarían el invierno aquellos seres antiguos que había visto en los libros. Los hombres primitivos, con sus pieles y sus cuevas, los veía encogidos, abrazándose a sí mismos mientras el fuego distorsionaba las formas de los mamuts pintados en las paredes. De las demás fotografías de los libros los que más me llamaban eran los vikingos. En aquellos hermosos barcos conquistando los mares, fieros y decididos, y las mujeres rubias sentadas en la quilla, o en la proa mirando la lejanía del océano y añorando la libertad.
Padre azuzaba el fuego mientras madre se cercioraba de que no había ninguna abertura en mi manta. El frío luchaba contra las llamas y a veces era vencido, pero otras, animado por las grietas de la puerta, penetraba brioso y se adueñaba de las esquinas. Era cuando padre alimentaba la hoguera y madre me tocaba para sentir que estaba protegido. La pequeña salita daba a un patio donde estaba el nogal y una higuera orgullosa. Sobre el patio, cuando la luna estaba llena, una luz blanca parecía hija del frío e iluminaba el corral, un destartalado banco de madera y las legumbres de un pequeño huerto. Aquella luz se colaba en la salita y mezclada con la de la lumbre creaba un color esmerilado en el ambiente maravilloso. Era una penumbra desvencijada por la luz. Parecía que un aire de plata rojiza lo envolvía todo.
Alguna vez, envuelto en una manta, salí porque quería que la luz de la luna me bañara los ojos. Quería estar mucho tiempo mirándola, pero aparecía mi padre y me metía para adentro. Entonces volvía a mirar el fuego con los ojos llenos del fulgor de la luna. Ambos me extasiaban. Sentía un instinto atávico, como si dentro de mí renacieran todos los antepasados que los habían contemplado. Hoy, todavía, cuando veo el fuego me ensimismo, me quedo embobado mirándolo. Mas que su calor me atrae su enigma primigenio, su esencia vital. Y mirando la luna de invierno, ese rostro de farola gigante, de plata antigua, partiendo la oscuridad del cielo, un gozo primigenio me invade y siento una emoción profunda. Mi padre se reía de mi cuando me veía mirar abducido la luna. Comentaba a mi madre que estaba poseído por la fuerza de la imaginación. Hoy, todavía, creo que la imaginación es el más precioso don que nos dieron los cielos.
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