30/01/2022
Dice Voltaire que el estreñimiento ha producido a veces los sucesos más sangrientos. Comenta en sus Cartas filosóficas que su abuelo, que murió centenario, era boticario de Cromwell y a menudo le contaba que no había ido al retrete desde hacía ocho días cuando hizo decapitar a su rey. La verdad es que la violencia, el mal, germina en el corazón humano y se expresa por cualquier razón, o sin razón, no desde hace cien mil años, sino quizá un millón, desde que, como se ha descubierto en Atapuerca, una especie desconocida que los antropólogos llamaron el Homo antecessor, fue un ancestro común de los linajes que dieron lugar al Homo neanderthalensis, por un lado, y al Homo sapiens, por otro. Los primeros fueron avanzando en su evolución a través de la violencia y el sometimiento personal y territorial, y el sapiens, que llegó de África, logró extinguir al neandertal porque al ser más débil físicamente consiguió desarrollar un sentido mayor de cooperación que lo hizo más fuerte. No sé si alguna vez existió esa Edad de Oro de la que hablaba don Quijote a los pastores, en la que todo era amor y concordia, lo que si sé es que si la historia es la esencia de innúmeras biografías, como escribe Carlyle, también es una sucesión de guerras ("¿Quién sabrá contar la historia de corazones que sangran?", dice Zafiz) porque en el ADN de este sapiens está la violencia y el mal como objetivo para su supervivencia.
Sin embargo, desde la antigua filosofía, y desde las religiones que evolucionaron hacia la piedad, ha corrido también paralelo un sentido antiviolencia que ha ganado batallas pero no la guerra. La Segunda Guerra Mundial, la mayor destrucción de toda la historia, nos expresa ese mal profundo humano y el sentimiento de que algo así no puede volver a pasar, la realidad de que también existe en nuestro ADN un deseo de paz y armonía. Este deseo de paz, basado en la certeza del dolor que producen todas las guerras, espero exista dentro del friático cráneo de Putin y no lleve las necesidades de la geopolítica al extremo de que hablen las balas y silencien los labios. Uno ve el rostro de ese ex agente del KGB, de ese tipo versado en la imposición de la fuerza sobre la razón, sin alma democrática, y le da cierto miedo de que realice unas exigencias imposibles, como la de eliminar la soberanía de Ucrania para decidir entrar en la OTAN, y que eso sea excusa para una intervención militar. La frialdad de su mirada da pavor. La soberbia de un imperio devorado es peligrosa. El riesgo, si desde Occidente no se ofrece una posición sin fisuras, es real. Esperemos que este hombre no tenga ese estreñimiento de Cromwell y no decapite la paz.
(Fotografía: El Confidencial)
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