27/06/2021
Camino por las calles de la gran ciudad, y el aire áspero, que no encuentra la red tupida de la mascarilla, llega a mi garganta y me hace carraspear, sentir un ahogo leve que se amansa cuando mis pulmones se acostumbran al benceno. Hay mucho ruido, los motores calientes rugen sin medida. Después de caminar una hora por los alrededores del centro veo el gran parque el fondo y un instinto de luz resurge de mis pulmones empujándome para llegar allí, donde el pequeño lago suelta un frescor sucio que desprende su agua verde oscura. Observo a la gente y veo que somos pocos los que hemos desterrado la mascarilla del exterior. Será quizá porque solo hace unas horas que ya no es obligatoria. Casi todos los ancianos van con su mascarilla. Llego a pensar que quizá sienten lo que yo sentí en un momento, que me acostumbré tanto a ella que llegaba a casa y aun estando solo seguía un buen rato sin darme cuenta de que estaba embozado.
Camino pensando que este gesto de abrir libre la boca es la primera gran victoria que deberíamos sentir, y que en manos del tiempo, la batalla está ganada. No hay que dar nada por hecho, pero estamos en el mejor camino. Debemos prepararnos para volver a ser lo que éramos, aunque para unos será con su desdicha más grande, o inesperada, y para otros el encuentro de una vida que era feliz. El parque desprende una especie de cristal que limpia el viento. Cuando entré por sus enormes puertas de hierro y mármol se me desatascó la nariz, sentí el olor de los árboles derrotando al de los tubos de escape. Para mi sorpresa hay demasiada gente que todavía lleva la mascarilla. El miedo, ya crónico, de tantos días, se resiste a huir, ha creado una especie de síndrome que se agarra a los tejidos de la existencia.
Tampoco percibo en los rostros libres un gesto de felicidad, ni siquiera de desahogo. El mismo temple compungido los envuelve, quizá porque en las últimas noticias han hablado de terribles variantes y de contagios múltiples. El virus parece una presa que las mandíbulas de los informativos no quieren soltar. Recuerdo el tiempo de los balcones y el Resistiré, y ahora que veo las calles llenas y ya rostros desnudos, no encuentro el alborozo que merece este gran hito de nuestra batalla. Hemos llegado a este momento cansados, dominados por una realidad oscura e inesperada, y cuando se va haciendo la luz, parece que unos brazos que salen de la oscuridad nos atrapan y no nos dejan alejarnos. Solo los niños, como siempre, en su inocente ajenidad, corren y gritan y saltan, y riegan de alegría este día que no debería ser tan gris.
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