06/12/2020
El río siempre es el mismo, pero el agua es diferente. Pocas metáforas como ésta pueden definir lo más indefinible que tenemos -al mismo nivel que la nada o el infinito-, que es el tiempo. Definición y tiempo son palabras que se repelen, pues si algo no desea el tiempo es ser apresado ni en relojes o palabras, pues es el más inmenso enigma de la vida y quien gobierna todo. Serviebant tempori, dice Tácito. Estamos sometidos al tiempo quien, tarde más, o menos, siempre llega y siempre gana la última batalla, aunque se pongan frente a él los máximos recursos defensivos.
Así razonaba con un amigo escritor dando un paseo por el parque gélido una brumosa mañana de otoño sintiendo una nostalgia de hojas muertas. Razonábamos sobre el tiempo, primero desde una perspectiva filosófica, hablando de Machado y su visión bergsoniana de la poesía como palabra esencial en el tiempo, es decir como experiencia humana que todo lo impregna, y luego, huyendo de lo conceptual, de una manera pragmática y efectiva, viendo el hecho de que todo el anhelo de la especie humana consiste en ganarle la batalla del ser al tiempo.
Tardar menos en llegar, aprender en menos tiempo, comunicar lo antes posible, intentar vencerlo imbuidos en una competitividad impresionante, como si la vida fuese una carrera de 100 o 10.000 metros en la que hay que llegar el primero o en cabeza.
Al final, concluimos mi colega y yo que, aunque no se puede vencer al tiempo en esa última batalla, sí se le puede vencer en las batallas previas. Somos servidores del tiempo cierto, pero no tenemos por qué serlo siempre. Podemos a veces marcar el ritmo y liberarnos de sus cadenas. No son muchos los momentos, pero los hay.
Recordamos lo tiempos antiguos en los que nos mandábamos cartas para expresar los sentimientos profundos, y como las habíamos sustituido por el mail o el Whatsapp. Cierto que ganamos en la recepción instantánea, pero concluimos en que eso no es lo importante, es lo que en ellas decimos mostrando nuestros sentimientos y argumentos complejos lo importante. Y también que el hecho de la espera, inesperada o no, da más valor a esa comunicación.
El coger la carta, rajarla, esperando a ver que dice, palpar con los dedos el refugio de las palabras y ver, si es una carta de amor y melancolía, una lágrima en el papel mojando la tinta.
Desde aquel paseo por el parque brumoso, cuando queremos decirnos algo que merece a ser leído, algo muy personal, mi amigo y yo nos mandamos cartas. Las demás redes sociales las dejamos para cuestiones de intendencia, citas, avisaos o felicitaciones onomásticas que se pierden en el vacío del cibernético.
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