06/06/2020
Las cifras vuelan como palomas negras que se posan en la ventana. La abrimos y nos devoran la paz, no nos dejan descansar en paz ni comer en paz ni dormir en paz. Porque mientras los políticos libran su miserable batalla sabemos que debajo de las cifras hay nombres, muchos nombres, demasiados nombres. Cientos de miles de nombres. Todos los nombres que nadie recuerda salvo quienes no pudieron decir adiós a sus seres queridos. Se fueron un día de casa con un dolor en las entrañas y no volvieron. No se fueron números, se fueron personas. No se perdieron en la melodía del no ser números, se perdieron nombres. Sufrieron y lucharon nombres y volvieron con una honda tristeza muchos nombres, más de doscientos mil que bailaron con la Muerte y la vencieron.
Más de veinte mil jugaron al ajedrez con la Muerte, y perdieron la partida, como en esa pintura que Albertus Pictor realizó en la década de 1480, en el techo de una pequeña iglesia perteneciente a la comuna de Täby, en Suecia, y que inspiró a Ingmar Bergman en El séptimo sello, ambientada en la época medieval, durante la Peste negra...Y los números, las cifras, los archivos, no pueden ser todos los nombres, como en la novela de Saramago, o en la Enciclopedia de los muertos, de Danilo Kis, metáforas borgianas del olvido que bullen debajo de las cifras como un volcán sin salida.
Las cifras danzan por el viento, penetran en casa por la luminosa pantalla o por cualquier otro medio. Las cifras merodean las terrazas de los bares, el espacio contenido de las tiendas, el parquet de la bolsa, las peatonales, los parques y jardines recién abiertos. Avanzan sin nadie hasta nosotros poniéndonos un récord en los ojos: el dato más bajo desde no sé cuándo, al fin ningún muerto en este día, aumentan las altas...Las cifras vienen hacia nosotros en cascada. Están detrás de la esquina esperando que pasemos para darnos un manotazo. Abrimos el móvil, tintineamos en el enlace y parece que ya lo sabemos todo.
Cifras, números, columnas y cuchilladas políticas es lo que hay. No nos dicen los nombres. No nos cuentan historias. No sabemos qué pasó en las residencias de ancianos, cómo y por qué la aspereza de un pasillo frío devoró en la soledad a una mujer que no sabía qué pasaba. Cuántos, temblando en el puente entre la vida y la muerte, llegaron a la orilla de las almas por no estar bien atendidos. Las cifras, las descripciones del virus, las soflamas partidarias, ocupan todas las horas. El tiempo está preso en un bucle del que solo saldremos cuando un anciano nos cuente su historia, y nos hable del dolor que nadie calmó.
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