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POBREZA

30/05/2020

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Ser pobre no tiene mucho mérito, cualquiera puede serlo si la vida le ahoga, si el entorno le empuja a tener a la escasez como compañera. Hay una enfermedad que parece incurable, la falta de dinero. El peor linaje de todos es el de no tener, dice don Quijote. Este invierno anduve por Barcelona y Madrid en horas nocturnas, y vi demasiados cajeros habitados por gente llena de harapos, tirada en la entrada del banco, protegiéndose del frío. Algunos, quizá los que no tenían protección de la mafia del hambre, no podían dormir techados y se envolvían en sus mantas por el suelo en las Ramblas o en la Gran Vía. No podían disfrutar de la extraña metáfora de profanar el templo del dinero. Me preguntaba cómo era posible que dos ciudades gobernadas, entonces, por la izquierda dura, permitieran esa ignominia, esa indignidad de los harapientos frente a la gente que caminaba sin apenas reparar en su existencia. He aquí a la aporofobia, la peor fobia que existe, peor que la xenofobia, porque hay gente que aguanta a un negro y jamás aguantaría tener al lado a un indigente.

La fortuna, esa gran puta, no abre la puerta al mendigo, dice el rey Lear, ya sin sus riquezas, miserable incluso ante dos de sus hijas. A Diógenes le preguntaban a qué hora debería comer el humano y contestaba: el rico, cuando tenga hambre, el pobre, cuando tenga el qué. Hasta ahora en este país no se ha dado una respuesta justa al hambre. Se ha dejado en manos de la caridad. Y bien está, bendito sea, el pan llegua a manos paupérrimas, pero no puede ser la solución en un país que aspira a la justicia. Demasiado años el Estado no ha llegado a la conclusión de entender que la mayor humillación para un ser humano, es no tener lo necesario para vivir él y su familia.

Quién puede aguantar el hambre de sus hijos. Qué no haría. Décadas de democracia no han conseguido erradicar la indigencia. Como tanta gente pago montones de impuestos. Mi dinero, nuestro dinero, se usa para el bien común. Para mí, y no estoy solo, no hay mayor bien común que erradicar la miseria cotidiana con una renta mínima para el que, por circunstancias de la vida, se quede en la puta calle. Y, como este es un país de pícaros, que se pongan cuantos controles haga falta.

Decía Jovellanos, sobre su época, que el espectro de la miseria, volando sobre los campos incultos, sobre los talleres desiertos y sobre los pueblos desamparados, difundió por todas partes el horror y la lástima. Muerte a ese espectro, que la justicia suceda a la limosna.

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