02/05/2020
Un viaje al mar del norte, donde la bruma vuelve el aire una cortina blanca que parece venir desde muy lejos. El mar encrespado y tan grisáceo y azulado como el corazón de la escarcha. Una playa inmensa, solitaria, donde noviembre clava su desesperación por la muerte reviviendo la esperanza de una nostalgia indeterminada. Una vida que estalla abriendo las fibras de la primera juventud. Las primeras preguntas sin respuesta hierven dentro como brasas interminables. El primer esbozo del amor se hunde en una mirada anónima, o en los pechos de una vecina, o en la sonrisa de la chica que atiende al puesto de frutos secos. El desenganche del grupo jocoso, para entrar en amistades más íntimas, está en su final. Llega la primera mente que admiras porque analiza, o desencaja, el mundo. Aquella de la que aprender a sentir que estás en una frontera y más allá hay un tiempo desconocido que, aún no lo sabes, jamás vas a entender.
En el autobús sonó varias veces la canción de Roberto Carlos El gato que está triste y azul. La melodía estalló adentro como una sinfonía de cristales rotos rajando el alma. La candencia lánguida de la guitarra saciaba esa sed nueva de sentir, despertaba un placer sostenido en imágenes de muslos, pechos y labios. La voz dulce y varonil de Roberto Carlos alimentaba esa pasión bella y agónica que comenzaba a instalarse en el pecho. La letra habla de una juventud en la que nace un amor, de un gato que observa a los amantes. El minino mira con sus grandes ojos azules los besos y los abrazos, y luego ya sigue con ellos en una larga historia. También habla de una garra que sale del tiempo y arrasa con todo. Canta a un amor intentando sobrevivir, dando manotazos a la muerte, agarrándose al recuerdo del gato que está triste y no quiere volver a casa porque ella no está. Pero ya entonces comprendí que el gato tampoco entraba porque amaba la noche, porque gozaba de su libertad perdido por las esquinas, escondiéndose debajo de los automóviles, oliendo con sus doscientos millones de células el fuego blanco de la luna, siendo el único rey de su soledad.
Me preguntaba en el viaje de vuelta, mientras volvía a sonar la canción, si era posible la convivencia entre el amor y la libertad. Si era mejor atarse al cuerpo amado, o a los gozos y exigencias de la vida, o viajar como los gatos escudriñando la calle, imponiendo tu ley, absorbiendo el alma de la noche o gozando el sol con los ojos cerrados. Esa pegunta todavía me la hago. Y no sé la respuesta.
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