11/04/2020
Aquellos domingos me producían una sensación de alegría y de tristeza. Alegría porque siempre amanecía soleado, y tristeza porque recordaba los días en los que el viento, la lluvia, el frío, el cielo blanco por el día y negro como la boca de un pozo por la noche, nos comprimían en la angustia de un tiempo difícil. Muchas procesiones sucedían bajo la lluvia. Metido en una cúpula de paraguas que se confundían entre ellos siempre me mojaba. Agarrado a los muslos de mi padre sentía las gotas de agua caer sobre mi cuello. Oía los tambores y las trompetas, el chapoteo de las suelas sobre el agua, y los comentarios de las mujeres sobre el cuerpo muerto del Cristo sobre un lecho de oro, bajo una sábana blanca. Pero no veía nada. Me era imposible observar lo que más me atraía, que era el fulgor de las llamas de las velas en la noche. Tampoco podía ver a mi madre con su mantilla negra y su velo de encaje con figuras de flores que tanto me gustaba. Se decía que Dios estaba cabreado y que por eso llovía en el tiempo que habría de estar en la muerte, hasta el domingo.
Algunas veces mi padre me subía a sus hombros. Eran pocas, y poco tiempo, porque molestaba a los de atrás. Entonces sí veía las filas de nazarenos, el garbo militar de los romanos (sobre todo a Cándido, mi vecino, de rostro enjuto y guerrero, propio de un centurión), los curas llenos de oropel que antecedían a los pasos. No sabía si me gustaba o no, quizá en aquella edad temprana ya estallaba en mí la dialéctica entre el evangelio y la pompa de la jerarquía eclesiástica. Pero sí me atraían esos momentos de recogimiento en los que el silencio se apoderaba de la noche, y en la penumbra de las velas, se podía oír una desgarrada saeta que echaba flores a la muerte. Miraba a quien cantaba desde un balcón, y sentía envidia. Imaginaba que quizá algún día yo pudiera llorar con el cante contra la muerte. Pero natura no tuvo a bien favorecer el talento de mi garganta. Así que me he quedado con las ganas.
Cuando llegaba el domingo siempre amanecía con sol. Se había alejado el viento furioso y la vida parecía renacer con alegría. Para muchos el paisaje celebraba la resurrección del Cristo. Pero lo que más feliz me hacía era ver las bandadas de pájaros que ocupaban su cielo. Los miraba y sentía una semilla de libertad adentro. Ahora, en este encierro, hay veces que sobre la soledad de las calles solo oigo el piar de los pájaros. Como entonces, siento dentro esa semilla de libertad que espero pronto germine.
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