08/03/2020
La luna saliendo sobre el pueblo parece una farola que se ha olvidado de morir. El perfil de las casas oculta el viento del abandono, pues desde lejos, y anocheciendo, es imposible percibir que en ese pueblo que anuncia vida en la soledad del páramo, ya no vive nadie. Las antenas han desaparecido. Aires de invierno las han derribado, han caído al suelo para perderse en el imperio de los rastrojos. Los tejados están desnudos. Bajo el reflejo de la luna ofrecen un caos lleno de tejas desvencijadas y chimeneas partidas.
Las ventanas de las casas están abiertas. Un lecho de cristales rotos y hierbajos voladores ocupa el suelo. No queda ningún mueble, ni una lampara, ni una percha, ni una mesa, ni siquiera el esqueleto del algún electrodoméstico, solo trozos de lo que fue amontonados en la tierra viva. El brillo de la luna crea un laberinto de espejos en el suelo de las casas, sobre todo en aquellas cuyo techo ha sido vencido por la tormenta y la ventisca, y ha desaparecido dejando señal de que fue en la fortaleza de unas paredes irreductibles, que aún aguantan, y aguantarán, la lluvia devoradora del tiempo. Las calles, que brillan extrañas bajo la luna, han perdido sus aceras. Se devoran en la mudez de la ausencia, y mientras los adoquines se levantan, se preguntan si ya sirven para llegar a alguna parte. Lo más enhiesto que queda es la iglesia. Mascarón de proa del ayer parece buscar el sonido de sus campanas. Bajo el flujo de la luna su cuerpo llora sin lágrimas, busca fieles más allá de la memoria. Lejos de allí, sobre la tierra revuelta, queda la señal de la plaza de toros. Es un pequeño montículo circular. Desde el campanario se ve ese ámbito como un reflujo de las sombras. En lo que fue un colegio los patios se han convertidos en vertedero inútil. Dos canastas de baloncesto, y algunas porterías mohosas, forjadas con hierro puro, resisten tiradas sobre trozos de pared y lamentos de tiza ennegrecida.
Cuando la luna se esconde detrás de una nube, se apaga lo que queda de pueblo. Es como si muriera el último rastro de una memoria para que solo quede la nada. La penumbra de los álamos, cayendo sobre el río seco, deja de hablar. La almazara es un montón de heridas sin voz. La calle principal se desprende de su orgullo. La ausencia se convierte en total oscuridad. Aunque si se acerca el oído a los eucaliptos y los cerezos, suena muy débil una voz en la noche. Es la voz de los que ya no están y siguen esperando que en algún año futuro quizá vuelva la vida.
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