21/09/2019
Te entregaré todas las cartas de amor en cuanto existas realmente, dice Catherine Pozzi en "Agnes". Ese amante que espera no es ni el famoso poeta Paul Valery, su amante durante ocho años, quien dejó que se difundiera el rumor de que lo había escrito él, ni ningún otro. Ese amor no llegó (quizá Audrey Deacon, una bella americana que muere de enfermedad cardíaca, a cuya memoria dedica el libro), pero sí fue causa de la creación de unos de los más bellos libros de amor que he leído. Es un libro que lees mientras viajas en el tren de Madrid a Ciudad Real, por ejemplo. Menos de una hora con los ojos clavados en sus páginas, sustrayéndome del molesto griterío de los que llamo bramadores del móvil, gente que chilla sin pudor asuntos de su vida íntima o laboral. Son pura contaminación acústica. Pero si uno tiene un gran libro en sus manos puede encogerse, convertirse en una lanzada de viento que se mete por las letras negras, y nada en las imágenes de una prosa de una sencillez, expresividad y belleza insuperable como la de Pozzi. Mi querido amor, mi amor de dura sonrisa te escribo demasiado pronto, no echaré esta carta al correo, la conservaré hasta que existas, algo así dice Catherin, cito de memoria, al principio. Una andanada de enigma y luz profunda en las primeras letras.
Me imagino a esa mujer ahogada en la soberbia de gloriosos escritores (Valery, Rilke, Prévost…), pensando que nada vale su prosa. Ella es mujer, y si está al lado del gran escritor, todo el mundo supone que es para apoyarle. Si tiene talento es para corregir sus escritos, admirarlo, sentirse menor. Por eso cuando Catherine publica en la "Nouvelle Revue Française", su obra maestra, "Agnes", no la firma con su nombre, sino C.K, ("k" de Karin, como llamaban a Pozzi sus íntimos). Enseguida el mundillo literario (esa atroz turba vanidosa) se la atribuye a Valery. Cuando se sabe que es ella dicen que el poeta la ha ayudado. Ella se hunde. Sabe que esa luz inagotable literaria es solo suya, que ha dejado su alma, que ha buscado al verdadero amor, que ha extraído del silencio de su ser un manantial de palabras capaces de romper la piel y llegar al alma. Pide a Dios en una basílica que le conceda el amor o la haga morir, y que, a través del amor, pueda verle "oscuro al fondo de una luz cegadora".
¡He leído y escrito tanto sobre el amor! Ya viejo pienso como Omar Khayyam, que el día que pasas sin amar es el más inútil de tu vida. Y siento la certeza enigmática de lo que escribía Shakespeare, que si amas al cerrar los ojos los abres para ver la noche. Hay besos en mis manos y en mi corazón, dice Catherine frente a la moral estrecha de la época que ahoga el gozo. A Dios le pide que le conceda el amor, no del hombre que está al lado, sino del que está en el fondo de ella, "al que digo sí", escribe. El que representa el amor en toda su luz de gozo, y en toda su plenitud de alma.
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