27/07/2019
Todavía recuerdo que de niño me bañaba en un río que estaba a escasos kilómetros de mi pueblo, en una llanura de tierras ennegrecidas por la sombra del tiempo, en un pequeño oasis de álamos y olmos, en unas orillas de hormigón que apaciguaban su cauce. Allí la mansedumbre del agua permitía el baño. En el camino al río, al lado de la carretera, los juncos formaban hileras desvencijadas, pues solía ser tan fuerte el viento que casi siempre estaban desnudos, llenando su alrededor con las hebras blancas de su cuerpo. Parecían minúsculas mariposas jugando en el aire. Los juncos se ofrecían a nuestras manos como frutos algodonosos de la tierra. Caminábamos en bañador, resistiendo el aliento del sol merced al imperial viento del sur, que se acercaba brioso desde Alcudia a la ladera de las montañas del puerto. Íbamos en grupo, pero desperdigados en la marcha. Nos asombrábamos cuando un automóvil rompía el silencio, y se perdía al fondo de la llanura. Eran muy pocos los que transitaban entonces. Y jugábamos a inventar quiénes irían adentro, hacia dónde se dirigirían, si iban felices o mostrencos por el entonces siempre duro viaje.
Por más calor que hiciese mucho antes de llegar al oasis del río ya recibíamos su frescura. El viento del sur nos la ponía en el pecho sudoroso, subía luego hasta el cuello y nos alimentaba las lágrimas del viento. Algunos compadres iban en bici, los de familias con más poderío, y cuando pasaban a nuestro lado nos hacían un grito, mezcla de rebuzno y graznido. Luego levantaban la mano derecha diciéndonos adiós con cierto desprecio. Esa soberbia me daba igual, solo envidiaba el hecho de que ellos llegarían antes que nosotros, y cogerían los mejores sitios. Sobre todo uno muy fresco que había entre dos sauces tan viejos que ya olían a besos furtivos. Pero como el río era grande y acogedor, permitía un buen acomodo para todos.
Cuando llegábamos, sin esperar mucho, pues como dije íbamos en bañador, nos tirábamos al agua haciendo la bomba, o de cabeza los más peritos en brazadas y buceos. Los gritos rompían esa calma íntima, o esa música de los bosques, que producían las agua en el lecho rocoso, o una imberbe cascada que antecedía al cemento. Después de bañarnos toda la mañana, y jugar a todo lo imaginable, con la piel tan arrugada como una sábana sudorosa, nos secábamos al sol encima de las grandes piedras. Comíamos enseguida tortilla, croquetas, empanadillas y ensaladilla rusa. Comíamos como canes errabundos, llenándonos otra vez de fuerza, pues después de la siesta, antes de que nos echara de allí el atardecer, volveríamos a la caricia de las aguas. Hace mucho que no siento ese olor a río del ayer. Aquel, y tantos más, se fueron a vivir al mar buscando una alegoría de su muerte. Y el mar los acogió. Y ya solo son un recuerdo que busca su recoveco azul para sobrevivir en la memoria.
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