15/06/2019
Cerré los ojos. Levanté la cabeza. Quise que el aire de la llanura refrescara mi piel cansada, que el silencio amordazara mi corazón que latía en una desbandada imparable. Cerré los ojos. Me senté al lado del camino, debajo de un alcornoque que aguantaba el brillo del pasado en su corteza gris oscura. A mi alrededor comenzó a aparecer el silencio. Apenas había pájaros en aquel cielo limpio de primavera, y el AVE ya había pasado por allí llevándose su rugido hacia el sur. Con los ojos cerrados, sentado en unas peñas debajo del árbol, quise ver dentro de la oscuridad que me envolvía el nacimiento de una luz. No sé si sería grande o pequeña, pero abandonado al silencio de aquella tierra, busqué una fuente en lo hondo, como si en mi mente hubiera un vacío negro que escondiera un pulso de fuego. Conté hasta cinco varias veces con el aire en los pulmones, y el cuerpo tensionado. Luego fui soltando el aire con lentitud, relajando los músculos. Entonces sentí mis pulmones el doble de grandes. Sentí también un gozo inmenso en el solo hecho de respirar. Era como si respirara la primera huella de la vida, que estaba dentro de mí, que en aquella oscuridad se expandía desde lo más profundo de mi honda cueva negra, quizá del alma, hacia la luminosidad de la montaña. Había hecho lo mismo varias veces en casa mirando la lejanía. Pero no era lo mismo. Jamás sentí la serenidad, la paz, el gozo que sentía en aquel valle de primavera, bajo el alcornoque oscuro y la frescura del viento que me llegaba con las huellas misteriosas de la montaña. Sabía que había conseguido el diálogo más sincero y más profundo de mi soledad con la vida. No sé explicar por qué lo sabía, por qué me inundaba la certeza de que en aquella oscuridad interior había un mundo desconocido, una mar que me llenaba. El silencio murmurante de la naturaleza me hablaba con tanta paz, que me fue muy fácil sentirme en un completo relax anímico. Los latidos del corazón se hermanaban con el pulso oscuro de los músculos. La respiración avanzaba en una expansión misteriosa que me llenaba de gozo. El aire no solo ocupaba los pulmones, llenaba todo mi cuerpo, sus más oscuros rincones. Jamás había sentido aquella paz, aquella sosegada exigencia de pulso sereno en cada una de mis fibras. Era como el aliento luminoso del alba ocupando poco a poco la densidad de lo negro. Percibía una fuerza interior de serena caricia estallando, pero sin estridencia, con orden y luz, con melodía y alma. Me daba igual definir o no lo que sentía. Lo importante era que me sentía feliz en la paz del valle, feliz oyendo esa voz que me llegaba desde la última capa de mi mente, desde el lugar más cercano al núcleo de mi ser. Alguien que había estado desde siempre dentro de mí me hablaba. Era ese yo profundo que vino conmigo a la vida, y que conmigo se irá, cuando el Silencio final al fin nos escuche. Quizá.
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