09/03/2019
Bajando las escaleras del cine, con el pulso de las imágenes en mi mente, esa belleza del cielo azul, las flores vivas en el campo, las ciudades o pueblos en su crudeza o serenidad. Algo de frío afuera. Es éste del invierno que se aleja. La noche me hace temblar mientras me encojo y subo el cuello de la cazadora. No sé cómo realizar la crítica íntima del filme que acabo de ver. Qué ríos de luz en mi sensibilidad, qué alimento en mis heridas, qué sensación del auge de la memoria como oxígeno hondo de la existencia. La ciudad, con sus luces desperdigadas, con sus ruidos cotidianos, es la vuelta a la realidad mientras las imágenes del filme, como una semilla, germinan por dentro. Rebusco en mi interior algo que pueda definir lo que acabo de ver. No es una crítica lo que quiero escribir, es definir una alegría profunda que necesita ser definida, dejar al menos una frase que pueda ser justa con lo que acabo de ver. Primero pienso que, por supuesto, el filme no me ha defraudado. Ninguno, hasta los más banales o insulsos o extraños o exégetas o políticos, lo ha hecho. Siempre encuentro su sello. Esa portentosa sencillez narrativa. Esa dureza y realidad de los personajes. Esa calma y esa pasión. Ese escenario en el que la vida, con su sencillez y su complejidad, muestra su miseria y su grandeza sin esfuerzo.
Si me pidieran elegir a los cinco grandes él sería uno. A su lado John Ford, Stanley Kubrick, Francis Ford Coppola y Steven Spielberg. Y él, perdón por la osadía, un peldaño arriba como el majestuoso narrador de nuestra época. El Flaubert del cine. Esos héroes desgastados, deprimidos, destrozados por el alcohol o la guerra o la traición o la hipocresía, en el más hondo pozo de la desdicha, levantando siempre una mano con la que realizar un brindis por lo humano. Esos tipos que la vida ha hundido capaces de un último gesto de dignidad, respeto, humanidad, grandeza que emerge de la más lodosa charca del suburbio. Esos personajes capaces de elevar su existencia anodina a la grandeza de lo minúsculo. Y sobre todo, esa batalla del gran narrador con la memoria, la hazaña de doblegar al tiempo con el trabajo, el amor, la humanidad, la memoria. No voy a citar películas porque hay tantas. El boxeador, el militar, el fotógrafo, el pistolero harto de matar que rescata el honor de unas putas maltratadas en un pueblo perdido. Pintad de rojo esas casas para que sepan que por aquí ha pasado la muerte. Y si volvéis a maltratar una sola mujer, volveré y os mataré a todos. Clint Eastwood lucha contra el tiempo. Acabo de ver "The Mule" y siento la sensación de que siempre gana su batalla. Algún día perderá como es ley de la existencia. Pero mientras tanto no puedo dejar de decirme, cuando bajo las escaleras hacia el frío de la noche, no te mueras nunca Clint.
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