15/12/2018
Encima de la mesita un libro voluminoso. "Oh habitación de nadie, frágil/ como la libre tierra/ malherida...". Ya era muy tarde. El hospital había perdido su murmullo. Silencio absoluto. Antes, en la tarde, el mercado persa de los visitantes gritó por los pasillos. Imperaron habladores enganchados al móvil a voz en grito con sus intimidades. Nadie reclamó silencio. En la otra cama Pablo, ecuatoriano con alma bella y rostro calcinado. Dormía placido. Su dolor de estómago lanzó en la tarde una súplica, desoída, por el silencio. Noche profunda. El destello del uniforme de la enfermera rompió la penumbra. Bolsas y bolsas de suero. El tiempo líquido cayendo en gotas de glucosa.
Agujas en la noche. Sentía unas manos heladas invisibles rozarme el pecho. Como una linterna en la oscuridad refulgía la portada del libro voluminoso. "Somos el tiempo que nos queda", poemas de Caballero Bonald. Pensé en la visita a su casa de Maria Auxiliadora en Madrid con Fernando Quiñones. Treinta años disipados de repente. Veo a Fernando con su barba de chivo y su calva catedralicia. Sentado en un sillón orejero al trasluz de la ventana nos recibió el poeta. Reparé pronto en sus ojos indagadores. Parecía un maestro samurái. "No me abandones hoy que regreso al peligro".
Ansiaba dormir, soñar, tal vez morir para conocer que sueños hay en el sueño de la muerte, como dice Hamlet. Pero según el médico la muerte era un ser que me miraba desde demasiado lejos. Pero por qué temerla, aunque no esté cerca, cuando ella llegue ya nos habremos ido. Tumbado. Atrapado por las agujas, llenando la retina con aquella penumbra y aquel silencio, sentí el tiempo viejo. Ansiaba salir de allí y meterme ya en el que me quedara. Salir del hospital, volver a nacer. Volver al placer de la vida. La más anodina costumbre convertida en el atributo inmenso de una eternidad.
Luz y noche. Alma y cuerpo. Deseo y realidad. Placer y dolor. Todo en aquel lugar más intenso y más necesario. La dualidad esencial de ser descarnada en la agudeza metafísica de la enfermedad. A esa habitación de nadie llegué encendido de rabia porque dos tipos miserables se oponían a curar a los inmigrantes, legales o ilegales. Los veían parias que robaban su derecho a la salud, causaban listas de espera, agotaban recursos. Maldita plaga de egoísmo.
Soñé algo bello. Y antes de dormir vi a Pablo abrir los ojos. Los cubría el manto de la luz del pasillo que penetraba fría. Que descanses amigo, me dijo. Hablamos mucho durante esas horas de nadie en la habitación de nadie. Admiré con fuerza, con radicalidad, su lucha por mantener desde aquí a sus cuatro hijos, esposa, padres, con los ochocientos euros que le daban en un bar por su jornada de doce horas de trabajo.
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