05/05/2018
Viví en un cuartel del País Vasco profundo durante varios meses. Realizaba el desaparecido servicio militar, algo que las nuevas generaciones quizá solo conozcan por lo que le puedan contar sus abuelos. En aquel cuartel pernoctaban patrullas de guardias civiles que vigilaban la frontera. Ellos eran profesionales y los demás amateur, así que no había muchas relaciones entre nosotros. Pero como dio la casualidad de que había un teniente, recién salido de la academia, que era de un pueblo vecino un día nos reconocimos y comenzamos una hermosa amistad que más que cuartelaria terminó siendo histórica, pues varias décadas después se mantuvo, hasta que él se fue a vivir al extranjero por un acuerdo con la OTAN. Mi amigo y yo hablamos mucho y analizamos mucho nuestras realidades, yo la de sentirme con el paso cambiado, nunca mejor dicho, pues era un trasto para todo lo militar (ni siquiera aprendí a desfilar), y él de la cruda evidencia de que quizá algún día de los que salía al amanecer pudiera cerrarse sin su vuelta. Aquellos guardias estaban en una situación real de peligro. Eran carne de cañón para una ETA poderosa que tenía en su red la oscuridad atardecida de los caseríos.
Más de una vez el luto nos ungió con su tristeza. Nos despertamos con el olor a dinamita de algún asesinato, y observando la profunda melancolía y la mueca de dolor de aquellos guardias, nos sentíamos abatidos con ellos aunque nosotros fuésemos despreciables para el terrorismo. El día que un comando de víboras (anagrama de ETA) reptando con los fusiles despiertos tirotearon a una patrulla (murió un guardia y quedaron heridos de gravedad los otros) fue de los más tristes que recuerdo. Era noviembre. El cielo denso de nubes oscuras predominaba. El frío húmedo abría las carnes y llegaba hasta los huesos. Atentaron al amanecer, cuando regresaban de su turno, y nuestro despertar ya vino impregnado de esa tragedia. En el desayuno un grupo nos acercamos a los guardias y les dimos el pésame. Estaban como sin vida. Luego me senté con el teniente y charlamos un buen rato. Nos dimos también un paseo por la montaña y me cupo el honor de acompañar su melancolía como mejor pude.
Mi amigo estaba pálido, rabioso, asqueado de la maldad de los etarras y me dijo que había cambiado turno con el compañero por razones personales. Podría haber sido él quien no hubiese regresado. Ahora, cuando ETA con soberbia venenosa dice que se disuelve, el teniente ya es coronel. Me manda un mail recordando aquellos días que jamás se han perdido en su memoria ni se perderán. Me dice que lo peor que podríamos hacer por la recuperación de las víctimas es cubrir todos aquellos asesinatos con la manta del olvido. Perdonar sí pero olvidar nunca, me escribe desde tierras lejanas.
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