21/04/2018
En una biblioteca llena de bruma y tiempo, en un rincón perdido de la vieja estantería, vi que aquel libro me estaba mirando y me decía que lo comprara o mejor lo rescatara de su cárcel de madera. Me metí entre anaqueles y mesas viejas, entre telarañas ahogándose en la ausencia, y cogí el libro en mis manos y sentí que el viaje que realizaba desde el anaquel hasta mis dedos le había supuesto un efluvio de vida que quizá imaginaba ya nunca le llegaría. Había escuchado desde su refugio negro el próximo cierre de la librería, y como muchos de los libros se venderían al peso, y dios sabe cuál sería su destino, pensaba que jamás podría navegar con sus letras al viento por las pupilas del lector. El libro era blanco amarillento con letras negras. No habían sido cortados los pliegos y las hojas parecían gordas y escasas. La letra el viejo Times de rasgos barrocos, los titulares muy negros y el resto con tinta espesa para poder destellar bien sobre las páginas algo amarillentas.
Después de mucho rastrear había llegado hasta él y no tenía ninguna duda de que sería mío. Lo rescataría de su pulverización futura. Tocarlo fue un placer seguro que para ambos. Tintineó en mis manos de gozo, sabedor de que todas su premoniciones eran erróneas y de que al fin, después de casi cuarenta años, podría bogar con sus agudos mensajes por la retina y las neuronas del deseado lector. Quizá sus letras temblaron de nerviosismo por si no pudieran satisfacer la exigencia. Quizá su autor, muerto hace ya ciento sesenta años, revivió un segundo en el pulso de las palabras porque volvía, desde un dibujo a plumilla, cruzando la muerte hasta la luz de la literatura. Lo abrí por cualquier parte. Leí España parece hecha para despistar al viajero. El escribidor lo decía percibiendo que sería muy difícil afirmar una cosa por sencilla que fuese de España o los españoles que pudiese ser aplicable a todas sus heterogéneas partes.
Fui a la portada y vi que tanto el título como el autor del libro habían desaparecido. El papel estaba roto. Pero sí quedaba claro que las ilustraciones eran de Gustavo Doré. Las diez primeras hojas habían desaparecido. No podía ver quién era el autor por ningún lado y seguí rastreando páginas. España es hoy, como siempre ha sido, un conjunto de cuerpos sostenidos por una cuerda de arena, hablaba del siglo XIX, qué poco han cambiado las cosas. El autor era un viajero inglés que cantaba al edén español diciendo que nada había baldío o estéril en Hispania, y que, en verdad, se necesita una fuerza enorme de apatía y mal gobierno para neutralizar la abundancia de cualidades con que la Providencia ha favorecido pródigamente a este país. Palabras escritas hace dos siglos. Mientras hojeaba encontré el trozo de papel que faltaba en la portada. El autor, Richard Ford. El título, Cosas de España, el país de lo imprevisto.
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