18/11/2017
Primero encuentra a Shakespeare, y luego deja que él te encuentre. Primero encuentra a Cervantes, hora a hora, o a ratos, o en andanadas interminables de lectura y luego deja que él te encuentre. Dice James Wood que en una era presidida por el exceso de información, el poder omnímodo de la imagen y la posibilidad de acceder de manera instantánea a infinitos recursos tecnológicos, todavía la literatura sigue siendo el instrumento más adecuado que tiene a su disposición el ser humano a la hora de darle un sentido cabal al caos de la existencia. Nada puede superar el valor de una novela para acercarse al enigma de la verdad. Roland Barthes, en El placer del texto, dice que el libro hace el sentido, y que el sentido hace la vida. Porque en el fondo la vida es una ficción, y no hay mejor manera de desentrañar sus secretos que con una gran novela que fluye por tu mente mientras sujetas con tus manos su cuerpo luminoso. Dice Berardinelli que a pesar de que internet, y los otros medios tecnológicos, abren una gran perspectiva a la literatura, es bueno seguir leyendo usando el libro, un objeto que creo tendrá todavía larga vida, porque creer que se puede leer, sin leer libros, es como creer que se puede comer sin usar ollas, platos y cubiertos.
Turguéniev, gran admirador de Shakespeare, y Cervantes, dividía a los seres humanos en los Hamlets y los Quijotes. Hubiera podido añadir a los Falstaffs y los Sancho Panzas, dado que con las otras dos categorías forman un cuádruple paradigma para infinidad de personajes de ficción que, sin embargo, nos dan múltiples pautas para entender la realidad. Las grandes obras de la literatura son los instrumentos más ricos y expresivos para poder rastrear a fondo el enigma de la vida. El gran Shakespeare creó, en los últimos quince años de su existencia, doscientos caracteres humanos que los psicólogos escrutan y los novelistas copian, y al cabo leyendo esas pasiones, la venganza, el amor, el odio, la traición, los celos, la codicia..., en ningún tratado científico llegan hasta la hondura que Shakespeare alcanza.
Dice Barthes que el murmullo del texto es esa espuma del lenguaje que como el mar va y viene por nuestra mente, alimentando el cerebro de palabras que después serán usadas para tener una percepción más rica de las cosas. Harold Bloom, después de describir el esplendor literario que consigue Proust en su gran obra sobre el tiempo perdido, se admira de la minuciosidad con la que investiga y describe las pasiones. Por eso leer a los grandes autores, como dice el italiano Berardinelli, insisto, es una manera de sabotear la estupidez, ese monstruo luminoso que se ofrece fácil y falsamente gratificante. Con ellos no hay mejor manera de alejarse de ese tumulto de la estupidez que nos rodea, lleno de personajes estrechos que nos adormecen con su oratoria barata.
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