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Los trenes del sur

16/06/1993

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Cuando era niño, a veces, nos subíamos al cerro para ver los trenes. Como en el viejo y hermoso poema de Eladio Cabañero “...yo veía el tren muy negro y largo en la llanura, silbante, con su humo y sus bolliscas, pasar hacia otro mundo de esperanza”. Ellos representaban la evidencia de un mundo más allá de nuestro pueblo, quizá más sugerente, un mundo que desde el ruralismo infantil contenía palacios y juglares, bosques y lagos con casas encantadas, tal los cuentos al uso.

Mirábamos cómo por el vientre de la tierra una puerta enorme invitaba a ver una posible y nueva realidad, más oxigenada, sin las interminables luces y sombras de la época. Macluhan, aún, no había constatado lo de la aldea global; Keynes años antes, establecía recetas para luchar contra la vieja depresión y Lester Thurow, lógicamente, no se dirigía al público con las contiendas de los dueños de grandes espacios económicos para dominar el mundo del siglo XXI.

Lo nuestro era más sencillo, más pobre, quizá más intenso: en aquellos años, el poder de los medios de masas se reducía a las apasionadas historias de la radio, las bellas o ruidosas canciones, el cine de aventuras y aquellos carteles llenos de colorido en los que rubias de labios enormemente rojos incitaban a probar cigarrillos americanos.

SUEÑOS DE PROGRESO

Los trenes de entonces transportaban miles de sueños infantiles; hoy los niños del consumo enjugan su fantasía con traviesos personaJes, producto de la informática, que los emboban en un mundo de colores y sonidos electrónicos. En todo caso, los trenes, siempre han sido emblema del progreso: si en América, mediante ellos, no se hubiera unido el Atlántico y el Pacífico no habría existido el sueño americano, ni los perritos calientes, ni los acuerdos de Bretón Woods y Marilyn Monroe y Groucho Marx no habrían llenado nuestro cerebro con la evidencia de que lo bello y lo inteligente ha sido siempre antirreaganiano y progresista.

Pero los trenes, como ocurre siempre, cuando al dar las doce los cocheros se vuelven ratones, nunca llegaban al sur, o caminaban lentos y destartalados, dormitando en pequeñas estaciones a varios kilómetros de los pueblos. Las gentes del sur, antes, debían realizar interminables transbordos y caminatas para entrar en la ruidosa panza del monstruo metálico; observaban campos yermos y pequeños pueblos escondidos en las montañas desde los viejos vagones de madera.

Los trenes bellos, rápidos, los que como leopardos recorrían las tierras fértiles siempre iban al norte generando a su paso asentamientos y mercados, llenando el territorio de ferias y escuelas, hoteles, público ávido de libar la savia del progreso; el sur, sus tierras aledañas, mientras tanto, eran únicamente de paso, relax ecológico, museo cinegético y justa inspiración de la que juglares oficiosos y heterodoxos, mustios o brillantes con mas liras desafinadas, cantaban al mundo la mística de la escasez, la nobleza de la carencia, la belleza del rostro enjuto y arrugado, triste en el fondo, del campesino en su mirada hacia el mundo.

El sur, desde siempre, era tierra mal comunicada, de carencias educativas propias del más negro ruralismo de la España atrasada, con deficiencias básicas en los municipios y una realidad social invertebrada, alejada de cualquier asociacionismo y participación en la vida pública. Los trenes del progreso no llegaban al sur. Es lo que los expertos llaman desequilibrios territoriales. El enigma sigue sin descifrar: ¿la pobreza es una consecuencia de la inexistencia de infraestructuras o la inexistencia de infraestructuras es una consecuencia de la pobreza.


CRECIMIENTO EQUILIBRADO

La realidad es que ya los trenes no transportan sueños infantiles, sino, entre otras, blanquecinos ejecutivos que agarrados a un maletín observan con el ceño fruncido, pongo el caso, las interminables y ahora verdes llanuras de La Mancha..., a 300 km por hora. Ahora, casi rompen la velocidad del sonido –el TGV Atlántico, francés, estableció el 18 de mayo de 1990 el récord mundial en 513 Km/h-.

Hoy los trenes, más que nunca, son progreso. Y circulan a velocidad crucero de 270 Km/h hacia las lejanas tierras del sur. "Aves" casi invisibles que van haciendo levitar las viñas a su paso, como leopardos blancos cruzando la mancha camino del sur, dejando a su paso estaciones, como los trenes del norte, estaciones que pueden crear asentamientos y mercados, ferias y hoteles, público ávido de libar la savia del progreso. ¿Cuántos años hubieron de pasar para que los bellos y rápidos trenes del norte llegaran al sur?

Los trenes del sur, aquí experimentados, también llegarán a otras tierras, porque no es únicamente cruzar con rapidez paisajes y ríos casi secos lo que importa. Es aglutinar el territorio, con sus ciudades; es favorecer un crecimiento equilibrado que ponga medios para todas las posibilidades: el enigma que dejó como inevitable herencia la historia para algunas tierras, ser pobres por no dejar de ser posible ser pobres, ha de romperse, está rompiéndose.

Como mínimo, a aquellos que no creen en estas cosas, ha de quedarles la satisfacción de que el necesario –y benéfico- avance del poder de las fuerzas del mercado hará justamente ocupación de esas nuevas tierras conquistadas por los trenes del sur. Salud al vencedor y que premie con dádivas y justicia a los que llega.

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